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miércoles, 27 de febrero de 2008

LA PIEZA DE LAS TÍAS (segunda parte)

Un lápiz. Eso fue lo que encontré en aquella caja. Pero no era un lápiz común, sino que era bastante robusto y de madera tallada. En ese momento no lo entendí, pero algunos años después pude darme cuenta de que era una especie de figura indígena lo que en relieve estaba tallado en aquel instrumento de escritura. De inmediato lo tomé con mi mano derecha y le quité el capuchón, que también estaba tallado en el mismo estilo.
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Sé que muchos dirán, al igual que la mayoría de las personas a las que he contado esta historia, que es un invento de niño. Y con el tiempo, con el paso de casi un cuarto de siglo desde el hecho, realmente hasta yo dudo de su veracidad.
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Recuerdo que un chorro de luz brillante de un azul intenso salió de aquel lápiz. De alguna manera y cuando pude darme cuenta, estaba casi inconscientemente haciendo trazos sobre un papel. Eran trazos que no entendía, más que nada porque no conseguía fijar mi atención en lo que estaba pasando. Era como si estuviera bajo los efectos de alguna clase de alucinógeno. Estaba consciente pero casi no tenía control sobre mi cuerpo. Solo veía esa luz azul que inundaba la habitación, y mi mano moviéndose autónoma sobre el papel. Mentiría si trato de afirmar con exactitud cuánto duró esa especie de transe, pero supongo que no más de unos cuántos segundos.
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En un momento abrí los ojos como si regresara de una larga siesta. Me encontré acostado boca abajo y con la cabeza hacia los pies de la cama. A pocos centímetros de mi vista, estaba la cajita de madera perfectamente cerrada y el misterioso lápiz dentro de ella. Cuando comencé a levantarme de mi posición, encontré bajo mi pecho una hoja de cuaderno con un dibujo en ella. Me sorprendí bastante, ya que para mí hasta ese momento, todo lo que recordaba había sido producto de un sueño vespertino. El dibujo, si bien estaba hecho con trazos bastante gruesos y simples, era demasiado bueno como para haber sido hecho por mí. Y por sobre todo, transmitía muy claramente lo que allí estaba expresado.
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Tita y Alfonso eran dos vecino ancianos que vivían justo frente a nuestra casa, y que se sentaban todas las tardes en la vereda a tomar mate dulce. Vivían en ese lugar desde hacía 50 años y eran muy queridos en el vecindario. Para mí, eran parte del paisaje, ya que los había visto sentados en sus sillas de madera y mimbre, desde que tenía uso de razón.
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El dibujo era concreto. Tal vez aún más porque era una imagen que había visto desde siempre. Una ventana a la calle y un viejo zaguán que no podían ser otros que los de la casa de Tita y Alfonso. Una mesita plegable sobre la cual se distinguían claramente mate, termo y azucarero. Don Alfonso recostado en su silla y luciendo su clásica e inseparable boina vasca. Y por último, la silla de doña Tita vacía y sobre la cual se distinguían un número y una letra: 3F.
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Algo contrariado, doblé el dibujo en varias partes y saliendo del cuarto lo fui a guardar entre mis cosas.
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Pasé el resto de la tarde jugando en la calle con mis amigos, y no fue sino hasta la mañana siguiente, cuando mi madre me despertó muy temprano para decirme que me tenía que quedar sólo con mi hermana por un rato, que volví a recordar aquel dibujo. "Falleció doña Tita"- me dijo. "Tu padre y yo vamos al velorio".
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Doña Tita había fallecido temprano esa mañana del 3 de febrero, de un fulminante ataque cardíaco.
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Mis visitas vespertinas a la pieza de las tías se fueron haciendo cada vez más esporádicas, hasta que un día, producto supongo de mi natural distanciamiento de las pequeñas grandes cosas que hacen mágica a la niñez, se esfumaron para siempre.

sábado, 23 de febrero de 2008

LA PIEZA DE LAS TÍAS




Poco antes de entrar al lugar sabía lo que iba a suceder. Me lo decían mi inocente intuición de niño y las veces que ya había entrado a ese lugar, siempre con el mismo resultado.



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El sitio era mágico. O al menos yo estaba convencido de que lo era. Convengamos que a los 8 años no es demasiado difícil convencerse de que algo o alguien tienen alguna clase de toque sobrenatural. Mi padre nomás, para mí era indestructible; una especie de Superman, que era lo mejorcito en superhéroes de la época. Y mi tía la maestra, era la más inteligente de todas; inteligencia absoluta podríamos decir. Si hasta yo mismo tuve la certeza en algún momento, de poder hacer cosas que eventualmente veía en alguna película; volar, saltar grandes distancias, nadar bajo el agua sin tener que salir a respirar. A veces tenía la esperanza de tener la fuerza suficiente para poder levantar un auto, arrancar un árbol, o cosas por el estilo. Y seguramente creí tener por momentos muchos otros poderes que con el tiempo he olvidado.



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La pieza de las tías –que era como se la denominaba- tenía todo lo que un niño podía pedir para ser feliz. Lo primero y más importante, la soledad. Era la única habitación de la casa donde no iba nadie, ya que mis tías venían sólo los fines de semana, y por ende, estaba siempre cerrada. Lo otro, era sumamente fresca, ya que el sol entraba por su única ventana solo un rato por la mañana. En horas de la siesta, que era cuando yo me internaba en ella, la temperatura era por demás agradable. Y lo último y más atractivo para mi corta edad, era la presencia de un mueble de madera en el que mi tía maestra guardaba toda clase de objetos, muchos de ellos relacionados con la enseñanza. Lápices, lapiceras, tizas, cuadernos, marcadores, dos diccionarios, uno chico y otro grande ilustrado, textos de estudio, fotos, revistas y mucho más. La hora de la siesta siempre fue para mí la peor hora del día, pero cuando descubrí ese mundo en el interior de aquel cuarto, empecé a desear ansioso su llegada. Allí me quedaba soñando, jugando, escribiendo, pintando, o simplemente husmeando todo lo que había en aquel mueble. Eso sí, tenía que hacerlo con sumo cuidado de dejar todo en su sitio, ya que cualquier cosa que mis tías encontraran fuera de lugar, podía ser causal de desalojo definitivo de aquel mágico paraíso.



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Aún me parece sentir el olor de aquellos viejos cuadernos grises con la foto de Artigas en su tapa. O me recuerdo claramente mirando aquellas fotos en miniatura que se veían a través de un cono de plástico con un lente de aumento en la punta, que solían vender en los circos. También tenía mi tía en aquel mueble petiso y profundo, un proyector a pilas y una cajita llena de diapositivas, las cuales proyectaba contra la pared y miraba durante horas. Había dos casetes de 90 minutos, uno celeste y otro gris. El primero, recuerdo que tenía grabaciones caseras de mi hermana y mías de cuando éramos más chicos aún. El gris, tenía música moderna de la época. Es preciso hacer notar que mi tía Ernestina, la maestra, no tenía más de 25 años en ese momento, y mi otra tía era algo menor aún.



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Solía tirarme en la cama a leer algún libro, y aunque era bastante improbable, podía suceder que me quedara dormido. Cuando ocurrió lo que voy a contar a continuación, estaba absolutamente seguro de que estaba despierto. Pero con el paso del tiempo, esa seguridad se fue descascarando hasta convertirse en una anécdota que tenía que ser, indefectiblemente, producto de mi prolífica imaginación de niño, o de un colorido sueño de verano.



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Eran algo así como las 3 de la tarde de un caluroso 2 de febrero, y estaba yo concentrado en mi cotidiana tarea de revisar cada objeto de aquel mueble. De pronto, al levantar un libro que años mas tarde concluí que era una Biblia, descubrí debajo de él, una pequeña cajita de madera. Era parecida a una cajita de música, pero algo más chata. Sobre la tapa tenía tallados unas misteriosas inscripciones que en ése momento no supe descifrar, pero que otorgaban un halo de misterio al objeto. Casi sin pensarlo, corrí lentamente el gancho metálico que trababa la tapa por el frente, y la abrí. De acuerdo al tamaño de aquella caja, pensé encontrar algunas fotos. O quizás algunas cartas. Pero no fue así. Lo que encontré fue…



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Continuará.



sábado, 16 de febrero de 2008

LA VIUDA ROSALES

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Cuenta la leyenda que el último que tuvo la gracia de ser beneficiario de sus virtudes amatorias fue el Sgto. Laguarda, quien por esos tiempos había sido confinado al destacamento de Paso del Hugo, en un desesperado intento de las autoridades locales, por poner fin a la desaparición forzosa de vacunos en pie, en los establecimientos rurales de la zona. Luego de él, parece que la viuda Rosales se retiró del ruedo. “Lo hago en honor a mi difunto marido”- parece que se la escuchó decir cuando fue cuestionada por algún pretendiente que quedó en la cola, acerca de su dramática decisión. Y nunca más se volvió a tener noticias de ella.


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Clementito Rosales había sido un respetado médico de campaña, que había muerto hacía ya 20 años, al tratar de cruzar en su volanta el arroyo crecido y en cumplimiento de su labor, una oscura noche de tormenta. Desde entonces y hasta la fecha, su viuda, una hermosa mujer que en esa época rondaría los 40 años, se había entregado de lleno a los mundanos placeres de la carne, sin poner demasiado esmero en la selección de sus fugaces amantes. Aparentemente no le quitaba el sueño el color, el tamaño, ni el estrato social de éstos. Cuentan que la única condición que les imponía para poder involucrarse en sus recovecos amatorios, era rezar un padre nuestro a los pies de la cama, en honor a su fallecido esposo. Luego de este sencillo trámite, al que los paisanos en celo accedían sin chistar, la lujuria se apoderaba del lugar. Y parece que también de los ranchos cercanos, ya que parece que la viuda Rosales no era proclive a reprimirse los impulsos guturales que en grado sumo acudían a las veladas. En noches sin viento, podían escucharse desde varios kilómetros a la redonda, los desenfrenados alaridos de la dolorida viuda.


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Debe estar enferma”- profesaban las damas del lugar luego de su desaparición, dejando entrever por aquella mujer, un atisbo de desprecio y envidia al mismo tiempo. Fue tan criticada por las mujeres como amada por los hombres. Fueron muy pocos los que no cayeron en las garras de sus irresistibles encantos. Si hasta el cura Efraín sucumbió ante el pecado, una tarde que en nombre de Dios golpeó a las puertas de su casa, en procura de traerla de vuelta del oscuro camino de la perdición. Las crónicas de la época dicen que esa batalla amorosa fue monumental. Más que una velada amatoria parecía un exorcismo. Ella con sus sensaciones al límite y alentada por el placer de lo prohibido, y él que luego de tantos años de charlas, por primera vez le iba a ver la cara a Dios.


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La cosa es que la viuda Rosales se fue súbitamente del lugar para nunca más volver. Y el misterio del por qué de su aparente huída, así como también de la brusca detención de sus habituales costumbres amatorias, se mantuvo en el paraje por mucho tiempo. No fue sino hasta hace un par de años que la policía, haciendo requisa del abandonado rancho de los Rosales, encontró un polvoriento retrato de la pareja con una inscripción en la parte posterior, la cual echó claridad al asunto. Con letra clara de mujer se leía lo siguiente: “Amado esposo, como prueba de lo mucho que te he amado, juro ante tu tumba y ante Dios, no estar con hombre alguno al menos por 20 años luego de tu muerte”.


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Estaba claro entonces. Le faltó aclarar a la destrozada viuda, si los 20 años se los iba a tomar al principio o al final del luto. Pero bueno, convengamos que es tan solo un detalle. Lo que nadie le puede reprochar a la abnegada señora, que es una mujer de palabra.

lunes, 11 de febrero de 2008

ENSAYO SOBRE LAS PAPERAS (Breve crónica basada en la traumática experiencia de un sobreviviente).


Aún tintinean en mis inflamadas cavidades auditivas, las crudas palabras de aquel despiadado ser que se hace llamar doctor. “Tenés paperas”- dijo sin medir consecuencias, al tiempo que se ponía a garabatear en un papel rosado, algo así como una justificación laboral. “Quedáte quieto”- agregó, creyendo yo por un instante que el profesional iba a proceder a asaltarme; “tenés que hacer cama una semana”. Ya más calmo, vi que lo que el hombre estaba haciendo era dándome instrucciones precisas para mi pronta recuperación. Igual no entendí –aunque por supuesto no me atreví a preguntar- en qué podría beneficiarme el hecho de dedicarme una semana entera a la carpintería. Me mandó mucho líquido, cualquier analgésico en caso de sentir dolor y nada más. ¿Nada más?

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Para muestra basta un botón dice el dicho popular. Bueno, acá tenemos una pequeña muestra de lo adelantada que esta la medicina del siglo XXI. Para una enfermedad virósica que en un porcentaje no tan bajo puede provocar esterilidad en el hombre, la ciencia se despacha ufana con este complejísimo y elaborado cóctel; cama, agua y aspirinas. ¡Muy fuerte! Debe ser mas o menos lo mismo que recetaban los viejos farmacéuticos a nuestros bisabuelos, allá por el 1800. ¡Válgame Dios! Y después se ríen soberbios si algún curandero te sana el empacho, el mal de ojos o la culebrilla, con una cinta métrica y dos o tres rezos. Joderse pues. // Sepan disculparme los amigos médicos que por acierto o error pasen por este blog, pero es que aun me encuentro bajo los poderosos efectos secundarios de la peligrosa combinación de agua y aspirina, y no se lo que digo //

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El hombre era de pocas palabras -o estaba de mal humor, no se-, así que tuve que acribillarlo con una ráfaga de concisas, concretas, directas y escuetas preguntas, a fin de saber algo mas sobre mi situación. Si fuera por él, me habría ido de la consulta sin saber si las famosas PAPERAS me iban a durar una semana, o una semana era lo que iba a durar yo. Después de un acalorado ping-pong de preguntas y respuestas, de algunas cosas me desasne; supe que es altamente contagiosa; que se contagia a través de la saliva (no de la entrava... mmm); que seguramente iba a tener fiebre y no mucho más. Agradecí los servicios al simpático caballero y me fui de allí con la firme intención de buscar en INTERNET algo mas de material sobre la dichosa enfermedad.

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Salí de la consulta algo aturdido por la terrible noticia y pensando como iba a arreglármelas para estar toda una semana en cama y sobrevivir. El problema era que al vivir solo, sí o sí me iba a tener que levantar al menos a realizar las tareas básicas, como cocinar, y el verborrágico profesional me había aconsejado, REPOSO ABSOLUTO. La otra solución era poner la heladera junto a la cama y ahí darle tranquilo toda la semana al fiambre y la fruta. Me pareció muy complicado, así que sin pensarlo demasiado opte por el plan de emergencias que nunca falla, me fui para la casa de mi madre, que seguro no iba a tener problemas en cobijarme en su regazo una vez mas, como antaño. ¡Que invento las madres! Introduje en mi mochila mis petates básicos y partí raudo rumbo a mi primer morada, cita en la bulliciosa ciudad de Trinidad.

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No les voy a decir que pretendía que un show de aguas danzantes al ritmo de la música, acompañado por un luminoso espectáculo de fuegos artificiales me dieran la bienvenida. Pero al menos, pensé encontrarme con algún vecino que me saludara al pasar. No pudo ser. Se me ocurrió llegar justo a la hora de la siesta, y como se sabe, en los pueblos del interior la siesta es sagrada. Si hasta Julián, el perro de mi hermana, me miro con cara displicente y no emitió vocablo alguno. Entré a casa de mi madre y luego de darme una urgente y reparadora ducha, encontré encima de la mesa una nota escrita en rabiosa y clara imprenta que rezaba: "NO TE VAYAS A BAÑAR". Dios!!! // Ahora, hay algo que no me cierra. Te mandan ingerir mucha agua, pero no te dejan bañar. O sea, sí al agua por dentro, y no al agua por fuera. Raro, ¿no? Por favor, si algún medico se encuentra leyendo esto, agradezco tenga a bien dejarme una explicación lógica y sustentable para esta aparente contradicción científica. //

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Mas tarde y casi junto con la fiebre, llego mi madre. Y ahí estuvimos los tres juntos como cuatro días al menos, peleando codo con codo y espalda con espalda, contra el dichoso virus de las PAPERAS. Yo no sé, pero me late que debemos haber tenido unas cuantas bajas de glóbulos blancos en el fragor de la batalla, porque mi cuello y cara comenzaron a hincharse, al punto de parecer luchador de sumo picado por las avispas. Una vez expulsada de mi comarca corporal la fiebre, que cercenó durante varios días toda posibilidad de realizar cualquier actividad lechera (lechera: se dice de toda actividad que se pueda realizar en el lecho, además de dormir), comencé, entre otras cosas, a escribir este relato. Mucho chicle me dijeron, y allá le daba yo todo el día a los BELDENT. Podrán imaginarse que con la cara toda inflada, barbuda y redonda, mas bien parecía toro pampa. Pero bueno, era en pos de que la enfermedad no tomara rumbo sur hacia áreas mas comprometidas de mi agraciada osamenta. Zonas que hasta ese momento habían sido, afortunadamente, mudas testigos presenciales del desastre, que varios órganos más arriba, se estaba produciendo. ¿Me explico verdad?

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La cosa amigos, es que luego de unos cuantos días de intensa actividad paranormal puertas adentro de mi territorio biológico, aparentemente el mal que me aquejo ha sido derrotado. Dicen los entendidos que a partir de este momento, paso a formar parte de la comunidad que es inmune a este flagelo. ¡Que así sea!

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Quiero agradecer a todas aquellas personas que por diferentes intereses se comunicaron conmigo en el exilio, y hacerles saber que fueron esos mismos intereses los que me dieron la fuerza suficiente para no abandonar aun, este malherido envase.

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A todos los que la vida lleve a enfrentarse cara a cara con este abominable virus, sepan que de este lado van a tener un amigo fiel, que no tendrá pereza lingual a la hora de aconsejarlos acerca de los procedimientos a seguir, para atravesar tan difícil transe con entereza y valor.
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Muchas gracias a todos y estamos otra vez en contacto.
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PD: Olvide comentarles que parece que ha mutado una nueva sepa del virus de las paperas, que se transmite a través del monitor de la computadora. ¡Suerte! Je je