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sábado, 21 de junio de 2008

SOBRE RUEDAS (2)

La situación no podía ser peor. Una rueda malherida que no se podía inflar más y un par de cuchillos, tenedores y algunas cucharas que hacían las veces de eventuales herramientas era todo lo que poseíamos. El sol, que hasta ese momento había mantenido perfil bajo, comenzó a tomar confianza y fuerza al mismo tiempo, haciendo que tuviéramos que empezar paulatinamente a desprendernos de algunas de nuestras prendas de abrigo.
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Viendo que el gurí venía de nalgas –como se dice por estos pagos- tratamos de desviar nuestra atención de tanta calamidad, y la apuntamos hacia la búsqueda de soluciones prácticas.
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Lo primero que atinamos a hacer fue a iniciar una furtiva búsqueda del orificio por donde el aire se tomaba los vientos (nunca mejor empleada la expresión), aunque mas no fuera para rajarlo un poco más de una puteada. Luego de varios intentos de pasarnos la cámara contra el ojo para sentir el chorrito de aire, detectamos al fin el lugar exacto del inconveniente, con tanta mala pata que estaba justo contra la válvula, por lo que incluso en caso de haber tenido parches, no nos habrían servido de mucho. No fue sino hasta repasar mentalmente una y otra vez el manual del bicicletero ideal y de traer a su memoria unos cuántos capítulos de la conocida serie Mc Guiver (seguro que no se escribe así), que mi amigo tuvo ante su brillante cerebro, la solución.
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Ya cuando vi que empezó a sacar las manzanas de su bolsita de nylon y a pasarlas para la mochila, empecé paulatinamente, a calentarme. Sabía por experiencia que se venía una maniobra tan desesperada como inútil. Y no me equivoqué. Empezó a atar la bolsa a la vuelta del pinchazo a manera de torniquete. –“Mirá que no se está desangrando, sino desinflando”- le dije, al tiempo que le pegaba un mordisco a una manzana, creo que a modo de terapia relajante. Pero igual el tipo le siguió dando vueltas a la bolsita hasta que quedó, según él, bien ajustada. Después, a poner la cubierta, inflar y salir.
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Veinte metros –siendo generoso- fue la distancia que recorrió mi amigo luego de su arreglo definitivo. Yo sé que ni siquiera había termina de juntar los petates, cuando el tipo ya estaba parado firme junto a su bicicleta. ¡Patético!
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Resumiendo, les digo que los calores internos y externos empezaron a hacerse notar en nuestros cuerpos. Mi amigo tuvo, en las siguientes cuatro horas, varias genialidades del estilo de la que acabo de contar. Por ejemplo, intentó hacer un torniquete con un repasador; procuró estrangular con piola la cámara a ambos lados de la válvula, cortando así el flujo de aire en esa sección y por lo tanto, la pérdida. No contó con que también cortó la ganancia, ya que una vez armada la rueda, se dio cuenta de que no tenía forma de inflarla. Después, luego de conseguir una llave francesa en una estancia que vimos a la pasada –y en la cual dicho sea de paso nos atacaron unos canes-, pasó la rueda pinchada para adelante y la sana hacia atrás, no sé bien con qué propósito. A no ser que fuera a intentar recorrer los casi 40 kilómetros que nos restaban haciendo “willing”, no le encontré otra utilidad al cambio. En el medio, en el espacio de tiempo que quedaba entre el fracaso de una idea y la ocurrencia de la siguiente, caminábamos. Y como lo que aquejaba a mi amigo ese día no era exactamente una lluvia de ideas, debo reconocer que las caminatas resultaron ser bastante consistentes.
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Con la saladura que nos invadía ese día temí por momentos hasta que se nos pinchara un zapato, miren lo que les digo. Y caminamos, y caminamos. Ahora que me doy cuenta, yo caminé de pelotudo nomás, porque mi bicicleta estaba en perfectas condiciones. También intentamos hacer dedo, pero no pasaba ni un gaucho en un petiso rengo. Nada. Y seguimos caminando. Cada vez que íbamos trepando un repecho nos alegraba la idea de que al llegar a la cima, íbamos a ver a la distancia, la casa de mi tío. Pero no sucedía. Solo encontrábamos más subidas y bajadas en un infinito, ondulante y repetitivo paisaje silvestre.
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Por allá pasó un lugareño en un pequeño camión Ford modelo 57 y nos arrimó hasta la estancia “Las Margaritas”. Según él, desde ésta hasta nuestro destino final, había unos 15 kilómetros. Bajamos entre agradecidos y desahuciados de aquel vehículo y comprobamos que el paisaje no había cambiado en absoluto. La misma desalineada carretera de balasto; los mismos alambrados con los mismos nidos de hornero; las mismas nubes, el mismo sol y la misma lejanía. Fue en ese viaje que comprobamos a ciencia cierta con mi amigo, algo que en teoría nuestras agudas mentes habían sospechado; no importa cuanto o cuan rápido avances, el horizonte se mantiene siempre a la misma distancia de vos.
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No lo es a simple vista, pero para nosotros fue una comprobación por demás reveladora y didáctica, que comenzamos a aplicar de ahí en más, en cualquier orden de nuestra vida. Aprendimos así que para alcanzar objetivos o metas distantes, es mejor ir concretando objetivos o metas intermedias… y en lo posible sólo, no con un amigo y su bicicleta destartalada que seguro no hará otra cosa que complicarte la travesía.
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Como siempre me sucede, siento la necesidad imperiosa de ir redondeando este relato, porque estoy casi tan cansado como cuando lo viví. Solo les diré que después de “Las Margaritas” caminamos unos 5 kilómetros más. Luego subí a mi bicicleta y recorrí cual bólido los arenosos 10 kilómetros restantes en busca de ayuda vehicular. Volvimos con mi tío en su camioneta y recogimos a mi amigo, que a esa altura ya había abandonado su empresa caminatoria y estaba recostado cómodamente en el pastito, a la vera del camino.
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Aquel, a priori hermoso y tranquilo viaje, que según nuestros cálculos debía culminar a las 9 de la mañana, lo hizo a las 4 de la tarde. Cansados, sucios, hambrientos y malhumorados, llegamos al fin a la estancia del tío Pirulo.
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Fue de este accidentado viaje que nació el conocido dicho popular que reza; “DIME CON QUIEN ANDAS Y TE DIRE CUANTO DEMORAS”.
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Abrazo amigo.

lunes, 2 de junio de 2008

SOBRE RUEDAS

Planeamos aquel viaje al menos durante dos meses. Recuerdo muy bien que el día anterior nos encargamos de juntar todos los adminículos que íbamos a necesitar. Yo soy un tipo precavido, pero mi amigo Antonio lo es más, por lo que juntos repasamos una y otra vez aquella extensa y detallada lista que con tanta minuciosidad y cautela habíamos preparado.

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Era abril y de los de antes, cuando en Semana Santa hacía frío en serio, por lo que nuestra indumentaria estaba acorde al clima. De abajo hacia arriba era algo más o menos así: botas, dos pares de medias, pantalón de jean con un deportivo adidas -de los azules con tres rayas blancas en los costados- por debajo, camiseta gruesa de algodón, buzo "jogging", camisa de paño a cuadros grandes, rompevientos (para los de frontera afuera, esto vendría a ser un buzo de lana grueso con un cuello alto), bufanda, guantes y gorro (también de lana). Los fieros birrodados que iban a tener la gentileza de soportarnos aquellos escabrosos 60 kilómetros hasta la estancia del tío Pirulo, habían sido puestos a punto en un taller mecánico. En nuestras mochilas, además de ropa, llevábamos provisiones para el viaje que consistían en unos refuerzos de mortadela y manzanas. Eso sin contar una botella plástica con "Jugolín" de naranja que nos hidrataría en el remotísimo caso de que por alguna razón, nos tuviéramos que codear más tiempo del previsto con el sol del mediodía. Y digo remotísimo, porque tratando de evitar dicha situación, fijamos como hora de partida las 4 de la mañana, para tratar así de llegar a destino no mucho después de las 9. Por último, decidimos incluir en el equipaje un aparatozo inflador de pie (casi tan pesado como la bicicleta) y una linterna que muy gentilmente nos prestó el padre de mi amigo.


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Con puntualidad inglesa, 5 minutos antes de las 4 Antoñito estaba en casa. Yo ya estaba pronto, así que 15 minutos mas tarde ya estábamos surcando a pedalazo firme las rutas florecinas.


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Era aún noche cerrada, por lo que los primeros kilómetros los hicimos a punta de linterna. Bueno, o al menos eso intentamos, porque la porquería de aparato lumínico de cuatro pilas grandes, con mango antideslizantes y como 60 centímetros de prolongor que llevó mi amigo, alumbraba cuando quería. Había que propinarle una serie continuada de 4 o 5 trompadas para que funcionara unos 5 segundos, lo que a nuestra velocidad de vértigo significaba unos 20 metros, y luego de algunos pestañeos de advertencia, se volvía a apagar. Y otra vez las trompadas, y así. En conclusión, la linterna era una cagada, por lo que mi amigo Antonio tomó la savia decisión de guardarla antes de que la agarrada yo y se la tirara a la mierda, o lo que habría sido peor, le realizara un improvisado y campestre tacto rectal con ella.


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A esta altura llevábamos recorridos no más de 5 kilómetros de los 60 en que consistía la travesía. Es bueno aclarar que 20 del total de kilómetros transcurrirían sobre ruta asfaltada, mientras que los 40 restantes serían por caminos de tierra. Y así, como dos briosos corceles rodantes, seguimos devorando metros.


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Lo recuerdo como si hubiera ocurrido hoy de mañana. Íbamos exactamente en el kilómetro 14,200 cuando mi amigo dejó escapar por la hendidura que quedaba entre la bufanda y el gorro, aquellas fatídicas palabras que a la postre se convertirían en el comienzo de nuestra peor pesadilla, -"Creo que estoy un poco bajo". Con la aguda percepción que me caracterizó desde siempre, entendí inmediatamente que no estaba haciendo referencia mi amigo a la distancia que había entre su cabeza y sus pies, sino a la cantidad de aire que contenía en ese momento alguna de las cámaras de su robusta bicicleta. Las habíamos inflado antes de salir, pero por las dudas paramos algunos metros más adelante, para hacer un chequeo de rutina.


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-Permítaseme hacer nota a la parcialidad, que dada la cantidad enorme de mochilas, bolsos, bolsas de nylon, inflador, carpa, pelota, red de voleiball, y unas cuántas cosas más que llevábamos sobre nuestras arropadas osamentas, la tarea de descender de los vehículos no era para nada sencilla.-


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Una vez que estuvimos pie a tierra, comprobamos con un atizbo de asombro que efectivamente, su rueda trasera no tenía la dureza apropiada. Sin alarmarnos en absoluto, dediqué los siguiente minutos a liberar el inflador del absolutamente incorruptible correaje que tan efectivamente mi amigo había puesto sobre él. Exagerado como pocos, lo había atado como para que acompañara al birrodado por el resto de sus días. Luego de algunos minutos de insultos y mordiscones a un nudo franco-irlandés que me desafiaba impertérrito, tomé el cuchillo que llevaba asido a mi cintura a lo COCODRILO DUNDEE (si es que se escribe así), y terminé de prepo con aquella sublebación nudista. El aparatozo inflador que habíamos llevado era de esos que para inflar se apoyan verticales al piso, se aprietan con los pies y se les da fuelle con ambas manos. ¿Ubican? En resumen, bruto gollete.


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La cosa fue que inflamos trabajosamente la rueda, recogimos nuestra cosas y retomamos nuevamente la marcha. Ya estaba por amanecer.


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No quiero decir algo que no concuerde fielmente con la realidad, pero yo creo que no hicimos más de 500 metros cuando mi compañero y amigo disparó cual fuego de metralla, una segunda serie de fatídicas palabras que encendieron en lo más profundo de mi glándula pituitaria, una tímida señal de alarma; -"Creo que estoy bajo denuevo"-. -" ¡Puta madre!. ¿Y por qué no te terminas de empetizar del todo, así te doy un boleo en el culo y te hago rodar colina abajo con bicicleta y todo? "-, pensé para mis adentros al tiempo que por mi boca emanaba un cordial, -" Uy, ¿en serio amigo? "- Nos detuvimos inmediatamente y nuevamente pusimos pie en tierra. Sin siquieira bajar de mi bicicleta pude ver con preocupación que el nivel eólico de la rueda trasera de la bicicleta de Antoñito, -que fue como empecé a llamarlo a modo de terapia de contraste y a fin de no rajarlo a puteadas- había descendido hasta un grado alarmante. Le tiré el inflador, que esta vez había sido atado a lo bandido nomas por un servidor, y esperé que inflara. Juntamos las cacharpas y emprendimos nuevamente la marcha.


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Es solamente por respeto a la concentración y el tiempo de los lectores que no me tomo el trabajo de contar las cantidad de veces que repetimos la operación recién mencionada, pero les puedo asegurar que fueron unas cuántas; realmente muchas más de las que apriori, mi escueta paciencia hubiera creído haber sido capaz de tolerar. Ya las últimas infladas se hicieron con intervalos de algo así como 100 metros. Para peor, me tuve que hacer cargo solito de todo el equipaje para facilitar la tarea del señor inflador. La rutina era así: Rueda sin aire. Paramos. Bajamos las cosas al piso. Antonio inflaba a todo ritmo, -debo reconocer que para nada falto de ahínco y bravura, aunque después de todo, era lo menos que podía hacer-. Una vez inflada, el tipo se subía de un salto a su bicicleta y salía como endemoniado en la bajada, mientras que un servidor se quedaba juntando una a una las cascarrias que quedaban diseminadas en la ruta, inflador incluido. Una vez que terminaba de colgarme hasta de la oreja la última de las bolsitas, lanzaba una melancólica mirada hacia adelante y veía a mi amigo, unos cuántos metros adelante, ya con la bicicleta en el piso, y esperando nuevamente el inflador. Triste.


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Un desesperado "plunch, plunch, planch", acompañado por un eterno e infinito "sssssssssssssss" continuo en SI bemol, se escuchó 100 metros más adelante de la anterior parada. Nos miramos al unisono y paramos sin emitir palabra alguna, al costado de la ruta. El espectáculo que tenía desde mi privilegiada ubicación sobre mi nave era absolutamente desolador. Mi amigo arrodillado en el piso, mirando con ojos de perro abandonado hacia una cubierta flácida y resquebrajada que dadas sus actuales circunstancias, no alcanzaba a contener en sus entrañas ni un soplidito del vital y aeróbico elemento. Ante tamaño panorama, me apee pausado de mi vehículo y lo dejé caer hacia un lado. ¡Mierda!


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-Añado como referencia que aún no habíamos llegado al camino de tierra, por lo que dejo librado a los cálculos del lector, la distancia recorrida hasta el momento-.


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"-¿Dónde pusiste los parches?", pregunté a mi amigo, ya dejando salir al exterior una para nada representativa muestra del enorme caudal de mal humor que cual lava candente brotaba desde lo más profundo de mi ser. Recibí como respuesta los ojos grandes y bien abiertos de Antoñito, emulando la mirada de una vaca lechera triste por la reciente separación por parte del dueño de la chacra, de su ternerito recién nacido, y un silencio. Un silencio 2.3 veces más profundo que el ambiente. Era como el agujero negro de los silencios. Salió de su boca y acalló todo sonido a su alrededor. Y yo, aunque por un instante me resistí, creí entenderlo. "-¿No trajiste parches?", pregunté casi en un inconsciente y desesperado acto reflejo. Con un movimiento elico-lateral de este a oeste y viceversa de su confundido órgano craneal, me hizo saber que no. Recuerdo que en ese instante tuve la bajeza de realizar una pequeña mención recordatoria hacia ciertos integrantes femeninos de su familia y hacia los cuales ostento -debo decir- un profundo cariño y respeto. Luego de este pequeño acto recordatorio, me sentí más aliviado.


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CONTINUARÁ