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viernes, 19 de agosto de 2011

LA POSIBILIDAD DEL CINE

Por Hernán Barrios

Soy de los que se aferran a la idea de que las películas están hechas para ser vistas solo una vez. Tienen las pobres, solo una oportunidad de inocularnos el suero del mensaje que nos hará viajar fuera de la realidad. Si no lo consiguen en el primer intento, en vano será que traten de hipnotizarnos en siguientes instancias. Ya todo estará perdido, y su cometido, su fin último, no podrá ser alcanzado jamás.


Supongo que este riesgo no es otra cosa que el costo que tienen que pagar, por ser un arte dotado de todos los artilugios necesarios para el éxito. No corren la misma suerte en cambio sus primas humildes las pinturas, o la música, o las poesías, que deben poner todo su empeño en meterse en el torrente sanguíneo de su público, blandiendo como única arma el filo incierto de un pincel, o una nota, o una palabra. Las películas en cambio lo tienen todo; pueden conquistarnos desde varios flancos, desde varios frentes. Si no lo consiguen será pues, por la pobreza de su arte y no por otra causa, motivo éste suficiente como para dejarlas a un costado y no volverlas a considerar jamás.


Si en cambio una melodía no nos conmueve en su primer intento, aún hay esperanzas. Puede, a fuerza de perseverancia, convencer a nuestras maleables cilias auditivas de que sus figuras son hermosas, y sus notas, emociones sonoras únicas. Una pintura es capaz de socavar, a fuerza de repeticiones, luces y ángulos distintos, nuestras rígidas estructuras visuales, para introducirnos en un mundo de nuevos conceptos de formas y colores, hasta llevarnos, casi sin darnos cuenta, a codearnos sin filtros ni intermediaros, con su alma y su esencia.


Esta posibilidad de convencimiento póstumo les está vedada a las películas. Podemos intentar, si así lo quisiéramos, volver a verlas una y otra vez. Pero claro está que lo único que conseguiremos con ello será, a lo sumo, descubrir algún que otro detalle mínimo e insignificante, que en nada hará cambiar nuestro concepto inicial de la misma. En vano intentaremos mirar por sobre el hombro de los protagonistas, en busca de claves escondidas o de mensajes camuflados, que encierren el verdadero secreto de la obra. Afinaremos el ojo y el oído en personajes secundarios, en segundos planos sin importancia, en sonidos inaudibles, en sombras inexistentes. Pondremos toda nuestra energía en esa empresa -en el más testarudo de los intentos incluso hasta el hartazgo-, para darnos cuenta de que lo que hicimos con ello fue en realidad, alejarnos cada vez más de su centro, y por ende, de su escurridizo mensaje.


Las películas no están hechas para ser copiadas, porque como dije antes, no tiene sentido su observación repetida y permanente. Todo lo que harán, luego de su primer encuentro con el espectador, será decaer. Es por esto y no por otra cosa, que ni a ellas ni a nosotros, nos conviene concertar una segunda cita.


martes, 9 de agosto de 2011

LA OBRA DE ARTE vs EL PRIMER BESO

Por Hernán Barrios


Al tratar de ordenar ideas, con el fin de lograr una reflexión más o menos seria sobre el tema que nos compete, tengo que admitir, con no poca preocupación, que son muchos los caminos que se me insinúan, y varios los que estoy tentado a seguir. Más aún, luego de pegarle una ojeada –reconozco algo rápida-, al documento titulado “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica”, de Walter Benjamin. El autor desmenuza de una manera tan acabada el tema en cuestión, que –al menos en mi caso-, lejos de allanarme el camino hacia la claridad conceptual, me introduce en una enmarañada red de incertidumbres y realidades paralelas, que por momentos rozan la ficción romántica y el realismo mágico. Eso, además de dejarnos poco margen para introducir conceptos originales sobre el tema. De todas maneras, y debido a los límites espaciales y temporales que impone un trabajo de este tipo, me veo en la obligación de ponerle coto a la imaginación y elegir, para abordar, en forma por demás sucinta, solo una de los caminos disponibles.


EL PRIMER BESO


Quizás la comparación sea obvia, o quizás no tanto. Como fuere, debo admitir que en este caso la misma es hija exclusiva de la sensibilidad, y nada tiene que ver con esa castradora señora llamada razón. Al comparar una obra de arte con un primer beso, no es mi intención despojar a la primera de toda la carga de genialidad que conlleva, ni inyectar al segundo un plus de significado que quizás no tenga. En realidad, esta comparación no es más que un recurso fotográfico que recurre, en un golpe algo bajo, a llevarnos a ese momento único de nuestra vida, a fin de, a partir de ahí, entablar un precario paralelismo emocional entre ambos conceptos.


Como bien lo dice Benjamin, una de las cosas que distingue al original de su copia, es su carácter de unicidad, de cosa única, primigenia, virginal. Es su segura irrepetibilidad, la que le otorga ese carácter mágico y casi divino, de que disponen las obras de arte. Nadie podrá jamás, por más avezado que sea el artista, o sublimes los avances tecnológicos hijos de la ciencia –y por ende de la razón-, lograr reproducir las condiciones exactas que llevaron, en un lugar y un tiempo determinado, a la gestación de dicha obra. ¿Por qué? Por la sencilla razón de que las obras de arte no son otra cosa, que un puñado de emociones y sentimientos compartidos. Y hasta donde sé, ni las emociones ni los sentimientos pueden, al menos hasta el momento, crearse en un laboratorio. La ciencia está desde hace mucho tiempo, y creo que seguirá por mucho tiempo más, trancada y empantanada entre átomos y moléculas, que no hacen otra cosa que interponerse y obstaculizar la visión y el conocimiento de las esencias. La fotografía de un paisaje, por ejemplo, con toda esa cantidad abrumadora de píxeles por centímetro cuadrado que arrojan las cámaras de última generación, lejos está de transmitirnos lo que el paisaje en sí nos transmite, si lo capturamos con nuestros propios sentidos; si lo vemos, si lo respiramos, si lo oímos, si lo tocamos.


La copia más exacta y acabada de un cuadro de Pablo Picasso, solo reflejará apenas, la capa más externa del mismo. Adolecerá por completo de su esencia, de su espíritu, de su trasfondo, de su alma, de su carga contextual, de esas emociones que el autor escondió en él en el momento de su creación, y de las cuales solo se puede tener una idea aproximada a través de los sentidos. Nadie, ni siquiera el mismo Picasso podría, en caso de que quisiera, hacer una copia exacta de su obra. Así de efímero y escurridizo es el arte, en cualquiera de sus manifestaciones.


¿Y el beso? El primer beso con la persona amada es igual de irrepetible que una obra de arte. Tanto que ni siquiera el segundo se le acerca en intensidad. Mucho menos los sucesivos. Se me antoja que es como cuando tenemos el original de un manuscrito, y comenzamos a fotocopiarlo. Al cabo de unas cuántas copias, la diferencia entre la última y el original, será por demás notoria. Las circunstancias no serán las mismas, y las bocas tampoco. Las condiciones y las emociones habrán cambiado, y aquel beso, que en ese momento fue único, jamás podrá volver a repetirse. Vendrán otros, pero serán copias. Solo copias. Cada vez más gastadas, desteñidas, y diferentes al original.