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sábado, 14 de julio de 2012

DIGNIDAD

Por Hernán Barrios


         Abrí los ojos sobresaltado. Casi no podía respirar y tampoco moverme. Sentía que algo poderoso me agarraba de los brazos y me oprimía el pecho con fuerza. Intenté liberarme pero fue en vano.

Estaba oscuro, y aquel aliento caliente y ácido se me metía por las narinas como un fuego. Una maraña de brazos sudorosos y enormes manos como tenazas, me tapaban la boca y estrujaban las costillas contra el suelo. Quise pelear y no conseguí moverme. Quise gritar y mi grito no pasó de un sórdido gemido que me retumbó en el pecho como una bomba. Mis ropas me abandonaron bastante antes que mis fuerzas, por lo que aún golpeado y desnudo seguí tratando de escapar. Luego, mi desesperación y furia cercenadas cedieron lastimosamente terreno a la impotencia y a la tristeza, para decantar por último en resignación.

Una lágrima que encerraba toda la amargura del mundo corrió sin prisa por mi mejilla, y fue vorazmente absorbida por el piso polvoriento de aquella celda. Las paredes húmedas y grises de la cárcel fueron testigos silentes del robo de la última cosa que conservaba para mí, y que aún condenado, me hacía sentir parte del mundo: la dignidad.

Fue en abril. Tenía 32 años recién cumplidos, y esa fue mi primera noche en el penal de Santiago Vázquez.