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domingo, 31 de marzo de 2013

CELESTE

Por Hernán Barrios


Tenía 12 años recién cumplidos. Era la noche del domingo y al otro día, temprano, nos volvíamos a Buenos Aires. Mis padres me habían dado algún dinero para gastar en las tragamonedas, mientras ellos probaban suerte en otros juegos. El ruido ensordecedor de voces y fichas, así como el humo asfixiante de los cigarros, volvían el ambiente abrumador.

Casi había agotado mis reservas cuando una niña, rubia, delgada y de piel blanca como la luna, se paró a mi lado. Tenía un vestido hasta las rodillas color rosa y unas caravanas con forma de estrellas. Entre tímido y confundido la miré y le pregunté su nombre. Así, los ojos más verdes que jamás había visto me devolvieron la mirada, y una voz dulce y suave como la miel me dijo: Celeste.

Luego sonrió y me tomó de la mano. La suya y la mía pusieron, juntas, mi última moneda en la ranura. Bajamos la palanca y las fichas comenzaron a caer en cascada junto a la estridencia de luces y sirenas. Busqué alegre y sorprendido la complicidad de su mirada y ya no estaba. Mis padres me levantaron en andas entre carcajadas y gritos. ¡Había ganada una pequeña fortuna!

 Solo yo sabía que en realidad la había perdido.