Abrí los ojos sobresaltado. Casi no podía respirar y
tampoco moverme. Sentía que algo poderoso me agarraba de los brazos y me
oprimía el pecho con fuerza. Intenté liberarme pero fue en vano.
Estaba
oscuro, y aquel aliento caliente y ácido se me metía por las narinas como un
fuego. Una maraña de brazos sudorosos y enormes manos como tenazas, me tapaban
la boca y estrujaban las costillas contra el suelo. Quise pelear y no conseguí
moverme. Quise gritar y mi grito no pasó de un sórdido gemido que me retumbó
en el pecho como una bomba. Mis ropas me abandonaron bastante antes que mis
fuerzas, por lo que aún golpeado y desnudo seguí tratando de escapar. Luego,
mi desesperación y furia cercenadas cedieron lastimosamente terreno a la impotencia y a la tristeza,
para decantar por último en resignación.
Una
lágrima que encerraba toda la amargura del mundo corrió sin prisa por mi
mejilla, y fue vorazmente absorbida por el piso polvoriento de aquella celda.
Las paredes húmedas y grises de la cárcel fueron testigos silentes del robo de
la última cosa que conservaba para mí, y que aún condenado, me hacía sentir
parte del mundo: la dignidad.
Fue en
abril. Tenía 32 años recién cumplidos, y esa fue mi primera noche en el penal
de Santiago Vázquez.