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miércoles, 6 de enero de 2016

LA MUERTE DEL FANTASMA

Por Hernán Barrios

Desde que recuerdo tuve esas imágenes en la cabeza. Nada claras, por cierto, sino todo lo contrario. Eran mas bien rastros despintados y difusos de un recuerdo muy pero muy lejano. Tanto, que me llevó muchos años componer una imagen mental más o menos sólida, consistente, con algo de textura y con elementos suficientes, como para poder contrastarla con la realidad, o al menos con un relato o historia que encajara en parte, con esa realidad.

Eran tan esquivas, que no fue sino hasta que por otros motivos me vi forzado a someterme a un tratamiento psicológico que incluida una especie de estado hipnótico, que pude, en parte, darles algo más de cuerpo a estas imágenes traslúcidas. Eso fue allá por 1998. Un caserón viejo y lúgubre. Un campo. Árboles grandes. Una puerta de madera vieja y despintada. Algunos animales de granja. Todos estos elementos teñidos por una atmósfera más bien oscura, pastosa, densa, pesada. Con el tratamiento el recuerdo se hizo más claro, pero también más claras se hicieron las sensaciones que de él emanaban. Y no eran buenas sensaciones.

domingo, 3 de mayo de 2015

CUENTO CHINO

Por Hernán Barrios

Son Huan Yue era un niño chino que vivía con su familia en la provincia de Hainan. Un día al volver de la escuela, Son comenzó a manifestar un salpullido en la piel de sus brazos y piernas, que le provocaba un escozor insoportable. Tanto era así, que dicha picazón muchas veces le impedía incluso realizar tareas esenciales, tales como comer. 

Un día su padre, preocupado al ver que su hijo no comía nada, lo sentó a prepo a la mesa y le dijo con voz firme: -¡Aunque tengas comezón, come Son!

lunes, 22 de septiembre de 2014

CUESTIÓN DE HUEVOS

Por Hernán Barrios

Ilustración cortesía de: CASIANIMAL
Fui a buscarlo apenas salí del liceo, ya con la sangre en el ojo. Hacía unos cuántos días que veníamos con el tema de los cortes de luz, y ya no podíamos contener más nuestra ira adolescente. De grande entendí que dichos cortes respondían a restricciones impuestas por el gobierno debido a la falta de lluvias, pero en ese momento yo estaba convencido de que se trataba de paros por reclamos salariales, de los trabajadores de UTE. Y a esa altura de la vida mi espíritu explosivo se revelaba casi instintivamente y sin el menor intento de análisis, ante cualquier tipo de injusticia, máxime si ésta me dañaba directamente.

Recuerdo que ese verano la energía eléctrica desaparecía a eso de las ocho, y ante la falta de ventiladores, televisión o radio -ni hablar de computadora o celular, aparatos que lejos estaban de inventarse- las calurosas noches de enero se estiraban hasta el infinito y se hacían eternas. Quizás sea sólo un efecto leudante de mi memoria, pero tengo la impresión de que en esa época las noches trinitarias eran realmente agobiantes. El aire no corría en absoluto y la respiración se volvía excesivamente dificultosa. Además de eso, eran bastante comunes las invasiones nocturnas de cascarudos negros -entre muchos otros insectos- los cuales le daban a las calles y veredas del pueblo, una apariencia definitivamente asquerosa. Ésto, además de los 40ºC de temperatura que calentaban los sesos casi hasta el punto de hervor, habían llevado nuestro umbral de tolerancia a niveles inusualmente bajos.

sábado, 20 de septiembre de 2014

SOBRE RUEDAS

Por Hernán Barrios


Ilustración: CASIANIMAL
Planeamos aquel viaje al menos durante dos meses. Recuerdo muy bien que el día anterior nos encargamos de juntar todos los adminículos que íbamos a necesitar. Yo soy un tipo precavido, pero mi amigo Antonio lo es más, por lo que juntos repasamos una y otra vez aquella extensa y detallada lista, que con tanta minuciosidad y cautela habíamos preparado.

Era abril y de los de antes, cuando en Semana Santa hacía frío en serio, por lo que nuestra indumentaria estaba acorde al clima. De abajo hacia arriba era algo más o menos así: botas, dos pares de medias, pantalón de jean con un deportivo Adidas (de los azules con tres rayas blancas en los costados) por debajo, camiseta gruesa de algodón, buzo "jogging", camisa de paño a cuadros grandes, rompevientos (para los de frontera afuera, esto vendría a ser un buzo de lana gruesa con un cuello alto), bufanda, guantes y gorro (también de lana). Los fieros birrodados que iban a tener la gentileza de soportarnos aquellos escabrosos 60 kilómetros hasta la estancia del tío Pirulo, habían sido puestos a punto en un taller mecánico. En nuestras mochilas, además de ropa extra, llevábamos provisiones para el viaje, que consistían en refuerzos de mortadela y manzanas. Eso sin contar una botella plástica con Jugolín de naranja que nos hidrataría, en el remotísimo caso de que por alguna razón nos tuviéramos que codear más tiempo del previsto, con el sol del mediodía. Y digo remotísimo, porque tratando de evitar dicha situación, fijamos como hora de partida las 4 de la mañana, para tratar de llegar a destino no mucho después de las 9. Por último, decidimos incluir en el equipaje un aparatoso inflador de pie (casi tan pesado como la bicicleta misma), y una linterna que muy gentilmente nos prestó el padre de mi amigo.

sábado, 13 de septiembre de 2014

EL FIN DE LA NIÑEZ

Por Hernán Barrios

Por algún motivo que desconozco -o que mejor dicho supongo pero que no me he tomado el tiempo de confirmar- tengo pocos recuerdos de mi niñez. Mi memoria de esos tiempos, digamos hasta los diez años, está cubierta por una especie de bruma que no me permite ver con definición suficiente, la mayoría de los episodios que en ese período de tiempo me ocurrieron. Sin embargo, algunos parecen haberse salvado -o al menos eso creo- de esa especie de miopía de la memoria, y se me presentan aún hoy, tan claros y nítidos como los de mi pasado más reciente. Este es el caso de la historia que voy a compartir hoy con ustedes, en la que narro lo que considero fue para mí, el fin de la niñez.

Yo tenía ocho años, o quizás alguno más. Vivíamos desde siempre -desde mí siempre- en la casa de la calle Rivera que pertenecía a mis abuelos maternos, y en la cual aún hoy vive mi abuela María. La casa da a la calle y tiene en su costado una entrada para vehículos, al final de la cual mi padre tenía su taller de carpintería.

domingo, 7 de septiembre de 2014

LO MALO DE SER VIEJO

Por Hernán Barrios

Ramón cumplió cien años de vida este agosto. Poca familia le queda, y poco esfuerzo hace además, en ir a visitarlo. Ahora, y desde que falleció su esposa hace ya unos cuántos años, su mundo gira en torno a los veteranos y veteranas del hogar.

Para tener un siglo sobre sus hombros, está bastante entero el viejo. Apenas si le hecha una mano a sus gastados huesos, un escuálido bastón que debe tener casi tantos años como ellos mismos. Y de la cabeza, clarito. Según él, el secreto está en no hacerse mala sangre por nada. "En la vida hay que hacer sólo lo que nos hace feliz, nada más"- responde sin dudarlo cada vez que le preguntan al respecto.

Quizás sea ese buen humor constante y esa forma tan positiva de ver la vida, lo que lo ha hecho un hombre querido y respetado, tanto en el hogar como en el pueblo todo. Tanto es así, que para su cumpleaños le organizaron entre muchos una gran fiesta, con orquesta de tangos incluida, sabedores de su pasión por la música típica.

Fue tanto el alboroto que armaron, que hasta el canal de televisión local se hizo presente en el evento. Ya casi al final de la fiesta, cuando quedaban pocos comensales y las fuerzas de la barra comenzaban a menguar, una joven periodista y su camarógrafo se acercaron a Ramón para hacerle una nota. Los atendió amable, como siempre.


  • Digamé Ramón, ¿qué es lo malo de ser viejo?_ preguntó la muchacha a quemarropas y quizás con exagerada liviandad.

  • Luego de pensarlo unos segundos mirando al suelo, como si la respuesta se escondiera debajo de alguna silla, Ramón la miró directo a los ojos y con mirada pícara le dijo:

"Lo único malo de ser viejo mija, es el recuerdo de haber sido joven"
.


martes, 4 de marzo de 2014

PIEL DE MUJER

Por Hernán Barrios

Sus cuerpos jóvenes y desnudos se atraen con todo el poder del universo. Nada más existe. Nada más importa. Se miran a los ojos, tan cerca, tan profunda, tan vorazmente, que la posibilidad de esta unión es una certeza físicamente ineludible. Sus bocas se desean con la vehemencia de una adicción y sus respiraciones, excitadas, húmedas, entrecortadas, tiñen el silencio de la habitación con la promesa de un placer infinito.


Ilustración: CASIANIMAL
Ximena y Carla se conocieron hace pocos días.  Digamos una semana. La primera había alquilado, junto a su novio, una pequeña cabaña de madera a metros del mar. La segunda, está de vacaciones con sus padres y su hermano menor. Punta del Diablo tiene, en febrero, la dosis justa de movimiento y tranquilidad que hacen posible la coexistencia placentera de grupos bien diversos de personas. El todavía caliente sol del verano regala alegrías a todos por igual. Las parejas mayores y las familias, disfrutan de sus infinitas playas durante el día, y de pintorescos restaurantes -muchos con músicos en vivo-, por la noche. Los grupos de amigos y amigas en cambio, apenas llegan a la playa promediando la tarde, pero descargan durante la noche toda su vitalidad adolescente en los exóticos y paradisíacos boliches, que los ven amanecer.

Esa noche, Carla y su familia estaban cenando en la parte exterior de un pequeño restaurante de la calle que da a la playa, cuando de pronto llegaron Ximena y su novio. No eran más de las 9 y la temperatura era ideal. El que lo ha vivido sabe que esas mesas de madera rústica y decoradas con velas encendidas, sumadas al canto desgarrado de Bob Marley sonando alegre en segundo plano, contagian a los corazones cercanos de un virus bastante parecido a la felicidad.