![]() |
Ilustración: CASIANIMAL |
Era abril y de los de antes, cuando en Semana Santa hacía frío en serio, por lo que nuestra indumentaria estaba acorde al clima. De abajo hacia arriba era algo más o menos así: botas, dos pares de medias, pantalón de jean con un deportivo Adidas (de los azules con tres rayas blancas en los costados) por debajo, camiseta gruesa de algodón, buzo "jogging", camisa de paño a cuadros grandes, rompevientos (para los de frontera afuera, esto vendría a ser un buzo de lana gruesa con un cuello alto), bufanda, guantes y gorro (también de lana). Los fieros birrodados que iban a tener la gentileza de soportarnos aquellos escabrosos 60 kilómetros hasta la estancia del tío Pirulo, habían sido puestos a punto en un taller mecánico. En nuestras mochilas, además de ropa extra, llevábamos provisiones para el viaje, que consistían en refuerzos de mortadela y manzanas. Eso sin contar una botella plástica con Jugolín de naranja que nos hidrataría, en el remotísimo caso de que por alguna razón nos tuviéramos que codear más tiempo del previsto, con el sol del mediodía. Y digo remotísimo, porque tratando de evitar dicha situación, fijamos como hora de partida las 4 de la mañana, para tratar de llegar a destino no mucho después de las 9. Por último, decidimos incluir en el equipaje un aparatoso inflador de pie (casi tan pesado como la bicicleta misma), y una linterna que muy gentilmente nos prestó el padre de mi amigo.
Con puntualidad inglesa, 5 minutos antes de las cuatro de la mañana, Antoñito estaba en casa. Yo ya estaba pronto, así que 15 minutos más tarde estábamos surcando a pedalaso firme, las rutas florecinas.
menos eso intentamos, porque la porquería de aparato lumínico de ocho pilas grandes, con mango antideslizante y como sesenta centímetros de prolongor que llevó mi amigo, alumbraba cuando quería. Había que propinarle una serie continuada de cuatro o cinco trompadas para que funcionara cinco segundos, lo que a nuestra velocidad de vértigo significaba unos veinte metros, y luego de algunos pestañeos de advertencia, se volvía a apagar. Y otra vez las trompadas, y así. En conclusión, la linterna era una cagada, por lo que mi amigo Antonio tomó la sabia decisión de guardarla, antes de que se la agarrara yo y se la tirara a la mierda, o lo que habría sido peor, le realizara un improvisado y campestre tacto rectal con ella.
A esta altura llevábamos recorridos no más de 5 kilómetros de los 60 en los que consistía la travesía. Es bueno aclarar que 20 del total de kilómetros transcurrirían sobre ruta asfaltada, mientras que los 40 restantes, serían por caminos de tierra. Y así, como dos briosos corceles rodantes, seguimos devorando ruta.
Lo recuerdo como si hubiera ocurrido hoy de mañana. Íbamos en el kilómetro 14,200 cuando mi amigo dejó escapar por la hendidura que le quedaba entre la bufanda y el gorro, aquellas fatídicas palabras que a la postre se convertirían, en el comienzo de nuestra peor pesadilla. -"Creo que estoy un poco bajo". Con la aguda percepción que desde siempre me caracterizó, entendí inmediatamente que no estaba haciendo referencia mi amigo a la distancia que separaba su cabeza de sus pies, sino a la cantidad de aire que contenía en ese momento alguna de las cámaras de su robusta bicicleta. Las habíamos inflado antes de salir, pero por las dudas paramos algunos metros más adelante, para hacer un chequeo de rutina.
NOTA: Permítaseme hacer notar a la parcialidad, que dada la cantidad enorme de mochilas, bolsos, bolsas de nylon, inflador, carpa, pelota, red de voleibol, y unas cuántas cosas más que llevábamos sobre nuestras arropadas osamentas, la tarea de descender de los vehículos no era para nada sencilla.
Una vez que estuvimos pie a tierra, comprobamos con un atisbo de asombro que efectivamente, su rueda trasera no tenía la dureza apropiada. Sin alarmarnos en absoluto, dediqué los siguientes minutos a liberar el inflador del incorruptible correaje que tan efectivamente mi amigo había puesto sobre él. Exagerado como pocos, lo había atado como para que acompañara al birrodado hasta el último de sus días. Luego de varios minutos de insultos y mordiscones a un nudo franco-irlandés que me desafiaba impertérrito, tomé el cuchillo que llevaba asido a mi cintura a lo Cocodrilo Dundee, y terminé de prepo con aquella sublevación nudista. El aparatoso inflador que habíamos llevado, era de esos que se apoyan verticales al piso, se aprietan con los pies y se les da fuelle con ambas manos. ¿Ubican? En resumen, bruto gollete.
La cosa fue que inflamos trabajosamente la rueda, recogimos nuestras cosas, y retomamos la marcha. Ya estaba por amanecer.
![]() |
Ilustración: CASIANIMAL |
Es solamente por respeto a la concentración y el tiempo de los amables lectores que no me tomo el trabajo de relatar la cantidad de veces que repetimos la operación recién mencionada, pero les puedo asegurar que fueron unas cuántas, realmente muchas más de las que a apriori, mi escueta paciencia hubiera creído haber sido capaz de soportar. Ya las últimas infladas se hicieron con intervalos no mayores a 100 metros. Para peor, en un momento me tuve que hacer cargo solito de todo el equipaje, a fin de facilitarle la tarea al señor inflador. La rutina era la siguiente: Rueda sin aire. Paramos. Bajamos las cosas al piso. Antoñito inflaba a todo ritmo -debo reconocer que para nada falto de ahínco y bravura, aunque después de todo era lo menos que podía hacer-. Una vez inflada, el tipo se subía de un salto a su bicicleta y salía como endemoniado en la bajada, mientras que un servidor se quedaba, juntando una a una las cascarrias que quedaban diseminadas en la ruta, inflador incluido. Una vez que terminaba de colgarme hasta de la oreja la última de las bolsitas, lanzaba una melancólica mirada hacia adelante, y veía a mi amigo unos cuántos metros más allá, nuevamente con la bicicleta en el piso, y esperando sonriente el inflador. Una tristeza.
Un desesperado "plunch, plunch, planch", acompañado por un eterno e infinito "sssssssssssssssss" continuo en si bemol menor, se escuchó cien metros más adelante de la última parada. Nos miramos al unísono y nos detuvimos sin emitir palabra alguna, al costado de la ruta. El espectáculo que tenía desde mi privilegiada ubicación sobre mi nave era absolutamente desolador. Mi amigo arrodillado en el piso y mirando con ojos de perro abandonado hacia una cubierta flácida y resquebrajada, que dadas las actuales circunstancias no alcanzaba a contener en sus entrañas, ni un soplidito del vital y aeróbico elemento. Ante tamaño espectáculo, me apee pausado de mi vehículo, y lo dejé caer, lánguido, hacia un lado. ¡Mierda!
OTRA NOTA: Añado como referencia, que aún no habíamos llegado al camino de tierra, por lo que dejo librado a los cálculos del lector, la distancia recorrida hasta el momento.
La situación no podía ser peor. Una rueda malherida que no se podía volver a inflar, y un par de cuchillos, tenedores y algunas cucharas que hacían las veces de eventuales herramientas, era todo lo que poseíamos. El sol, que hasta ese momento había mantenido perfil bajo, comenzó a tomar confianza y vigor al mismo tiempo, haciendo que tuviéramos que empezar paulatinamente a desprendernos de algunas de nuestras prendas de abrigo.
Viendo que el gurí venía de nalgas -como se dice por estos pagos- tratamos de desviar nuestra atención de tanta calamidad, y la apuntamos hacia la búsqueda de soluciones prácticas.
Lo primero que atinamos a hacer fue a iniciar una furtiva búsqueda del orificio por donde el aire se tomaba los vientos (nunca mejor empleada la expresión), aunque más no fuera para rajarlo un poco más de una puteada. Luego de varios infructuosos intentos de pasarnos la cámara contra el ojo para sentir el prófugo chorrito de aire, detectamos al fin el lugar exacto del inconveniente, con tanta mala suerte que el mismo estaba justo contra la válvula, por lo que incluso en caso de haber tenido parches, no nos habrían servido de mucho. No fue sino hasta repasar mentalmente una y otra vez el manual del bicicletero ideal, y de traer a su memoria unos cuántos capítulos de la conocida serie televisiva Mac Gyver, que mi amigo tuvo ante su ojos, una brillante solución.
Ya cuando vi que empezó a sacar las manzanas de su bolsita de nylon y a pasarlas para la mochila, empecé paulatinamente a calentarme. Sabía por experiencia que se venía una maniobra tan desesperada como inútil. Y no me equivoqué. Empezó a atar la bolsa a la vuelta del pinchazo a manera de torniquete. -"Mirá que no se está desangrando, sino desinflando"-, le dije, al tiempo que le pegaba un mordisco a una manzana verde. Pero igual el tipo le siguió dando vueltas a la bolsita hasta que quedó, según él, bien ajustada. Después, a poner la cubierta, inflar y salir.
Veinte metros -siendo generoso- fue la distancia que recorrió mi amigo luego de su arreglo definitivo. Yo sé que ni siquiera había terminado de juntar los petates, cuando el tipo ya estaba parado, firme, y con cara de perro apaleado, junto a su bicicleta. ¡Dios mío!
![]() |
Ilustración: CASIANIMAL |
Con la saladura que nos invadía temí por momentos hasta que se nos pinchara un zapato, miren lo que les digo. Y caminamos, y caminamos. Ahora que me doy cuenta, yo caminé de pelotudo nomas, porque mi bicicleta estaba en perfectas condiciones. También intentamos hacer dedo, pero no pasaba ni un gaucho tuerto en un petiso rengo. Nada. Y seguimos caminando. Cada vez que ibamos trepando un repecho nos alegraba la idea de que al llegar a la cima, íbamos a ver a la distancia la casa de mi tío Pirulo. Pero no sucedía. Sólo encontrábamos más subidas y bajadas en un infinito, ondulante y repetitivo, paisaje campestre.
Por allá pasó un lugareño en un pequeño camión Ford modelo 57 y nos arrimó hasta la estancia Las Margaritas. Según él, desde ésta hasta nuestro destino final, había unos 15 kilómetros. Bajamos entre agradecidos y desahuciados de aquel vehículo, y comprobamos que el paisaje no había cambiado en absoluto. La misma desalineada carretera de balasto; los mismos alambrados con los mismos nidos de hornero; las mismas nubes, el mismo sol y la misma lejanía. Fue en ese viaje que comprobamos a ciencia cierta con mi amigo, una máxima que nuestras agudas mentes habían sospechado desde siempre: no importa cuánto o cuan rápido uno avance, el horizonte se mantiene siempre a la misma distancia. ¡Sublime!
No lo es a simple vista, pero para nosotros fue una comprobación por demás reveladora y didáctica, que comenzamos a aplicar de ahí en más en cualquier orden de nuestra vida. Aprendimos así que para alcanzar objetivos o metas distantes, es mejor ir concretando objetivos o metas intermedias. Y en lo posible sólo, no con un amigo y su bicicleta destartalada que seguro no hará otra cosa que complicarte la travesía.
Como siempre me sucede, siento la necesidad imperiosa de ir redondeando este relato, porque estoy casi tan cansado como cuando lo viví. Solo les diré que después de Las Margaritas caminamos unos 5 kilómetros más. Luego subí a mi bicicleta y recorrí cual bólido los arenosos 10 kilómetros restantes en busca de ayuda vehicular. Volvimos con mi tío en su camioneta y recogimos a mi amigo, que a esa altura ya había abandonado su empresa caminatoria, y estaba cómodamente recostado en el pastito, a la vera del camino.
Aquel, apriori hermoso y tranquilo viaje que según nuestros cálculos debía culminar a las 9 de la mañana, lo hizo a las 4 de la tarde. Cansados, sucios, hambrientos y malhumorados, llegamos al fin a la estancia del tío Pirulo.
"DIME CON QUIÉN ANDAS Y TE DIRÉ CUÁNTO DEMORAS"
Así te vas pa'rriba botija!!!!
ResponderBorrar