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martes, 14 de diciembre de 2010

SALUDO DE FIN DE AÑO 2010

Por Hernán Barrios


Gráficos: CASIANIMAL
¿Les cuento un secreto amigos? ¡Se nos termina el año! ¿Pueden creerlo? ¿Me parece a mí o los años vienen cada vez más cortos y de menor calidad? Se ve que la modernidad, así como hace que los electrodomésticos duren menos que en la época de nuestros padres y abuelos, también le está metiendo mano al calendario. Si me parece que fue hace tan poco que me puse, totalmente carente de inspiración, a tratar de escribir mi saludo de fin de año 2009. Recuerdo que comencé confesando mi ausencia creativa, para luego pasar a hablar acerca de las crisis de nuestra sociedad, del deterioro del planeta, y hasta de la falta de solidaridad de las personas. ¡Pum para arriba mi última post del año pasado! Solo espero que nadie haya tomado la drástica determinación de terminar abruptamente con su vida, luego de atravesar por semejante lectura.

Bueno, este año voy a tratar de ponerle un poco más de onda al asunto, porque a pesar de que parezca lo contrario, estoy absolutamente convencido de que, de lo que se trata en el fondo, además de reflexionar sobre el año que dejamos atrás, es de festejar. Cada cual tendrá sus motivos para hacerlo. Algunos quizás dirán que no tienen ninguno, pero yo les digo que si, que lo tienen. Estoy convencido de que no ganamos nada no haciéndolo, o al dedicarnos a quejarnos por las cosas que no salieron bien en este año que pasó, y en cambio ganamos mucho encontrando un motivo, por pequeño que sea, para celebrar. Algunos dirán que fueron más las cosas malas que le sucedieron, que las buenas. Quizás algunos hayan perdido un trabajo, o les hayan robado el auto, o hayan generado deudas que no saben cómo van a pagar, o hayan perdido a un ser querido. Todo eso puede haberle sucedido a mucha gente, pero lo cierto es que nada, absolutamente nada se gana –mas bien es mucho lo que se pierde-, dedicándonos a lamentarnos por el mal año que nos ha tocado vivir. En cambio es mucho lo que tenemos para ganar si tomamos el otro camino, el de agradecer, aunque más no sea, por tener los ojos para leer estas palabras. Créanme que ésta, puede ser la diferencia entre un buen y un mal 2011.

El 2010 se nos escapa entre los dedos, y nos deja, además del nostálgico eco de las cosas que pasaron, la esperanza siempre promisoria de las que vendrán. Fueron muchas las cosas que ocurrieron este año, las más destacadas relacionadas con el planeta, generales e individuales, buenas y de las otras. Me vienen a la mente algunos cambios de gobierno; un temblor de tierra que se confundió y castigó a un pueblo ya por demás castigado; un puñado de almas que fueron escupidas por la pacha mama, y algunas otras, mucho más silenciosas, que no. Recuerdo por ahí un charco de petróleo que le pintó mucho más que un lunar al océano Atlántico, una nube de polvo volcánico que paralizó el norte de Europa, y una crisis económica en el primer mundo, que amenazó con meterse en nuestras casas tercermundistas. Un 2010 que termina, entre otras cosas, con un puñado de personas dando batalla al más poderoso e influyente de los gobiernos del mundo, por la libertad de información, y tratando por todos los medios de que cosas tan valiosas como ésta comunicación que ahora tengo con usted, estimado lector, no puedan ser cercenadas por interés alguno.

No podemos dejar de reconocer que el 2010 ha sido un año de cambios; movidito se podría decir. En lo personal –y acá me permito una pequeña licencia individual-, no tengo reparos en decir que ha sido un año positivo. Salvo por la terrible noticia del casamiento de Penélope con el gallego feo ese, el resto me ha sido favorable. Este año trajo consigo dos cambios muy significativos para mí: por un lado uno laboral que me significó, entre otras cosas, ganar en tranquilidad y en tiempo, ambas cosas necesarias por igual para disfrutar de la vida. Porque de eso se trata, ¿no? Y por otro, la llegada a mi vida de una personita que me hizo volver a saborear la fresca dulzura de la inocencia, a mirar el futuro con cristales nuevos, y a sentir cosquillas en la panza al pensar en su carita pura. Mi primer sobrina, Franca, ha borrado de un plumazo con su desdentada sonrisa, cualquier rastro de tristeza o amargura que pudiera llegar a empañar el resumen de este año que se esfuma. Es más, ¿quién es Penélope?

Además de todo, y aunque algunos creerán quizás que ya estoy un poco viejo para ello, les quiero contar que este año he aprendido algunas cosas. Cosas que a primera vista, y sobre todo cuando somos muy jóvenes y vehementes, pueden parecer poco importantes, pero que en realidad son fundamentales para ser feliz. Quiero terminar entonces este saludo de fin de año queridos amigos, compartiéndolas con ustedes.

Este año he aprendido, o mejor dicho he confirmado, que en la vida nos va mucho, pero mucho mejor, si iniciamos cada día con una sonrisa. Y créanme que he tratado casi con obstinación de ponerlo en práctica.

Este año aprendí también que el rumbo de los acontecimientos de nuestras vidas, lo podemos cambiar a voluntad, solo con creerlo posible y trabajar en esa dirección.

He aprendido a diferenciar un poco más las cosas importantes de la vida, de las intrascendentes, haciéndome con esto mucha menos mala sangre por banalidades.

Y permítanme decirles amigos que nada, absolutamente nada, es tan importante como para que se nos vaya la vida en ello. Ninguna cosa material es tan imprescindible, como para que nos haga no tener tiempo para las emociones y los afectos. Ni uno solo de los minutos de nuestra vida es merecedor de ser vivido con enojo o desidia. Ningún LCD de 50 pulgadas, ningún I-phone con touch screen, y ninguna notebook chiquita y plateada, por más gigas de disco duro que tenga, se compara con la mágica sensación de sabernos vivos, dueños y señores de cada minuto de nuestras vidas, y con el divino poder de hacer con ellos lo que se nos antoje.

Para terminar este artículo y también este año, quiero compartir con ustedes dos cosas: una foto de esa bebota hermosa que me ha hecho volver a enamorarme, y un video muy alentador de un chico que ha tomado conciencia, mucho antes y mejor que yo, de lo valiosa que es la vida.

"FELIZ AÑO 2011 PARA TODOS"



domingo, 5 de diciembre de 2010

OPERACIÓN MOSQUITO

Por Hernán Barrios


Gráficos: CASIANIMAL
Creo que en algún post lo he contado, pero por las dudas lo vuelvo a decir: el animal que más detesto en el mundo es EL MOSQUITO. La verdad, no sé exactamente de dónde viene mi aversión hacia él, pero lo odio desde que tengo uso de razón. Quizás tenga algo que ver con un lejano verano en el que por algún motivo que nunca nadie descubrió –médicos incluidos-, desarrollé junto con mi hermana, una extraña alergia hacia las picaduras de estos bichos, y el cuerpo se me llenó de enormes granos con pus, que me picaban mucho y que eran además, asquerosos de ver. Recuerdo que en los siguientes veranos, y aunque esa reacción alérgica nunca volvió a manifestarse en mi cuerpo, mi madre me cuidaba a mansalva del ataque de esas criaturas, y yo hacía mi parte, dando la voz de alarma cada vez que notaba la presencia de alguno.

La cosa es que hasta hoy, y como dije antes, mi repulsión por el Aedes, en cualquiera de sus versiones, va más allá de lo racional. Sencillamente no puedo tolerar su presencia en el mismo espacio que yo, por más amplio que éste sea, y cuando veo uno, no importando la situación en la que me encuentre, trato por todos los medios de destruirlo. Es como que se activa dentro mío un programa emocional latente, que suspende todos los demás, y que dice: “mosquito a la vista, destruir”. Tanto es así, que me ha pasado de estar en situaciones en las que, por la importancia de las mismas no corresponde tomar acción alguna contra el intruso, como una reunión de trabajo o una visita a algún lado, y no he podido resistir la tentación de pegarle un manotazo a alguno que pasó cerca. O si la resisto, ya sea porque el bicho está fuera de mi alcance o simplemente porque mi razón se impone, igualmente pierdo la concentración en el resto de las cosas. Me pongo a seguirlo con la mirada como un pelotudo, y por un momento no me entero del resto de los acontecimientos del lugar. Lo dicho, es más fuerte que yo.

Pero todo este preámbulo es en realidad para pasar a contarles mi última batalla contra un puñado de mosquitos insolentes, que osaron entrar a mi dormitorio hace dos noches, y que me tuvieron en vilo durante gran parte de la misma. He aquí la historia.


OPERACIÓN MOSQUITO

Este noviembre en Uruguay está algo raro, por no decir del todo, en lo que a clima se refiere. Se supone que a esta altura del año ya debería hacer bastante calor, pero resulta que no es así, y los días fríos se alternan con los calurosos, complicando un poco el diario vivir. La semana pasada hizo varios días seguidos de altas temperaturas, y en el primero de ellos, mis voladores archienemigos se hicieron notar ya desde las primeras horas de la tarde. Durante el día los mosquitos no me preocupan demasiado, porque estoy atento y directamente les encajo una trompada. El problema viene en la noche.

Antes de acostarme, además de cerrar todas las aberturas del cuarto, hice la obligatoria inspección ocular de todas las noches, la cual consiste en echarle una ojeada a las paredes y al techo, en busca de alguna presencia indeseable. Encontré dos; a uno lo reventé de un cachetazo, y al otro le dí con el buzo que me acababa de sacar. CONSEJO: Si van a aplastar un mosquito contra la pared, asegúrense de hacerlo antes de que los haya picado, de otra manera, el remedio será peor que la enfermedad. Una vez comprobado que la zona estaba libre de intrusos, apagué la luz y me acosté. Como de costumbre, no tardé demasiado en conciliar el sueño.

“Fhiiiiiiiiiiiiiiiuuuuuuuuuuu”, me zumbó en la oreja un alado hijo de puta, cuando estaba en esa somnolencia previa a perder contacto con la realidad. “No te puedo creer”, dije para mis adentros, y me levanté de un salto a prender la luz. Aclaro que no tengo mesa de luz, y por lo tanto tampoco lámpara junto a la cama, por lo que para encender la luz del techo, tengo que levantarme, rodear toda la cama, y caminar hasta el interruptor que está junto a la puerta. Toda una travesía si tenemos en cuenta que tengo que hacer ese recorrido a lo oscuro y medio dormido. La cosa es que me levanté, prendí la dichosa luz, y me puse a buscar al bicho de porquería ese. Una vez que mis ojos se acostumbraron a la luz –digamos unos 30 segundos después de encenderla-, lo pude ver. Estaba muy pancho parado contra la pared, a medio metro de donde debería estar mi cabeza, en caso de estar acostado. Lo miré fijo (como para no perderlo de vista), me acerqué lentamente, puse mi mano derecha a escasos 15 centímetros de su nuca, y le encajé un manotazo como para matar un pollo doble pechuga. Quedó seco. Miré nuevamente las paredes y el techo, apagué la luz y volví a la cama. A los pocos minutos se acostó Lucia. Afortunadamente ella me acompaña en estas cruzadas nocturnas de eliminación de mosquitos, ya que de no ser así, seguramente se habría ido a dormir al living hace tiempo, o peor aún, a otra casa.

“Me parece que oigo otro”, me dijo al ratito de estar acostados. “No te puedo creer”, pensé y dije una vez más. NOTA: Esta es una frase que se ha ido lentamente enquistando en mi vocabulario, en un loable esfuerzo por deshacerme de las tradicionales puteadas que, según indica mi experiencia, poco aportan a la solución de los problemas que las disparan. “¿Estás segura?”, pregunté inmediatamente, en un desesperado intento por no levantarme al cuete. “Me parece que si”. ¡Mierda! (uy, se me escapó). Me destapé de un tirón y salté al piso. Luz. Me paré en la puerta, semicerrada, para que mientras esperaba que mis ojos se ajustaran a la luz, el sorete hijo de puta no se me fuera a pelar para afuera. Agarré el buzo que estaba en el armario, y esperé. Parapetado en esa posición me dediqué a escudriñar con la mirada el techo, las paredes una a una, el piso, el placard, el aire… nada. Debo haber pasado algo así como dos minutos parado en la puerta, duro como huevo para ensalada, y como el maldito no aparecía, no tuve más remedio que salir a buscarlo. Caminaba lento, agazapado, y con todos mis sentidos en alerta. Mi mano derecha sostenía el buzo a la altura de mi oreja, pronto para dar el busazo ante cualquier movimiento extraño. Lucía trataba de ayudarme en la desquiciada búsqueda desde su posición de espectadora, asomando apenas los ojos por encima de las sábanas, pero tampoco podía localizarlo. El muy miserable parecía haberse esfumado en el aire.

De todas maneras yo, como suele suceder en estas situaciones, no estaba dispuesto a darme por vencido así como así, y mi intención era encontrarlo a como diera lugar. Ustedes dirán que estoy loco, pero les voy a hacer una confesión: estoy convencido de que los mosquitos son mucho más inteligentes de lo que la gente cree. ¿De qué manera se explica sino, que un mosquito te pase zumbando por la oreja una y otra vez mientras la luz está apagada, y que desaparezca mágicamente cuando se enciende? Inteligencia pura. Además no es solo que dejan de volar, sino que además se esconden los muy soretitos; debajo de la cama, atrás del ropero, arriba del ropero, atrás de un cuadro, etc. En el caso particular de nuestro cuarto, cuyo piso está cubierto por un moquete oscuro, los muy reverendos hijos de puta han desarrollado una técnica de vuelo bajo, digna del más avezado de los pilotos de guerra. Como las paredes y el techo son blancos, obviamente que si los tipos se paran ahí son fácilmente detectables, es por esto que si no les doy tiempo a esconderse antes de prender la luz, se mantienen en vuelo, pero a 10 centímetros del piso, donde el contraste los hace casi imperceptibles. Es realmente desconcertante y hasta cierto punto, preocupante.

No menos de 10 minutos duró la búsqueda, pero al final dio resultado. Se ve que los locos son inteligentes pero impacientes, porque al rato de estar parado sin ver ni una señal del pichón de terodáctilo éste, apareció de pronto volando a velocidad crucero, justo frente a mis ojos. “Plaaaaaaaafff…”, hizo el violento choque de mis manos entre sí, movidas por un odio incontenible. Inmediatamente después, una sonrisa casi maléfica se dibujó en mi cara, al tiempo que Lucía aplaudía fervorosamente desde la platea. Luego, fuera luces y a la cama nuevamente.

Tanta levantada me había dejado algo desvelado, además del calor que también hacía lo suyo. Habían pasado algo así como 40 minutos desde mi último ataque, cuando me pareció escuchar a los lejos, casi imperceptible, una especie de zumbido. Esta vez cambié el repertorio y dije para mí, “no puede ser”, y me quedé escuchando. El ruidito pareció por unos momentos desvanecerse en la inmensidad del espacio, y hasta llegué a pensar que había sido una alucinación auditiva, pero luego volví a escucharlo, un poco más cerca. “Yo no me pienso volver a levantar”, me dije en un ataque mezcla de rebeldía y desesperación, y pegué mi cabeza a la almohada, esperando los acontecimientos. El “fiuuuuuu” que en principio se oía en un rincón lejano del dormitorio, había comenzado a escucharse más y más cerca. Se ve que la semilla de vampiro ésa estaba tomando confianza, y viendo que nadie prendía la luz, se iba acercando poco a poco. El zumbido se oía más cerca, y más cerca, hasta que calculé que debía andar a más o menos un metro de mi cabeza. El ruido se acercaba, y yo esperaba; se acercaba, y yo esp…”phaaaaaaaaaafff”. Me encajé un cachetazo en la oreja con alma y vida, que por poco me la arranco. No estoy seguro de haberlo matado, aunque yo calculo que sí, porque el zumbido se cortó en seco, y no se volvió a escuchar. Lo que sí se escuchó inmediatamente de la explosión fue el salto de Lucía, que no sabía lo que había pasado. “¿Andaba otro mosquito mi amor?”, me preguntó con dulce somnolencia. No, era una gaviota de voz finita. A esa altura el sueño se había alejado de mi cuerpo definitivamente, y la verdad que era bastante poco probable que me durmiera a la brevedad. Eran algo así como las 2 de la mañana. De todas maneras, se ve que en algún momento de la noche y luego de muchas vueltas en la cama, el sueño me venció.

Sentí un cosquilleo de alas, patas y zumbidos en la puerta de mi orificio nasal derecho, que me despertó, me asustó, y me hizo saltar en la cama, al tiempo que me propiné una auto trompada en el naso de tal envergadura, que por poco me lo quiebro. Entre estornudos y manotazos fui tomando conciencia de la situación, y pude darme cuenta de que un mosquito se me había metido para adentro de la nariz (les juro que es verdad), se ve que en un intento de picarme el cerebro el hijo de puta, (no les digo yo que son inteligentes). Por suerte no lo consiguió porque me desperté justo, cuando me hizo cosquillitas en los pelos del orificio, y lo maté de un piñazo, ya estando adentro. Ahí Lucía, que ya está algo acostumbrada a mis manotazos nocturnos, igualmente se asustó, ya que yo no paraba de pegarme en la cara, estornudar, resoplar y putear a viva voz. Me tuve que levantar, ir al baño a mojarme la cara, tomar agua, respirar, etc., para salir del shock del ataque sufrido. Mientras tomaba un vaso con agua en la cocina pensaba en lo que me acababa de suceder, y realmente no lo podía creer. ¿Cuál es el motivo para que esta bandada de asesinos alados me ataque de esta manera? ¿Qué les he hecho yo, además de haber matado varios miles a lo largo de mi vida? Nada. En realidad no podía creer que su fanatismo picatorio llegara a tal extremo, que hubieran intentado meterse en mi nariz. Quiero pensar que no fue una acción premeditada, sino producto de la casualidad. Quiero creer que el tipo eligió mal el lugar donde aterrizar, y que justo en el momento de posarse inspiré algo fuerte, y la ventisca lo succionó hacia mis entrañas. La cosa fue que después de un rato en el living pensando y tomando aire, decidí volver a la cama. Eran las 4 de la madrugada.

Se podrán imaginar, después de todos estos accidentes, el rato que estuve para volver a conciliar el sueño. Eso, además de morirme de calor, ya que luego de lo ocurrido, me tapé hasta la cabeza y decidí no dejar ninguna abertura descubierta, no fuera cosa que volvieran a intentar violentarme. La verdad amigos, que esta noche fue una noche para el olvido. Al otro día compré tabletas ahuyenta mosquitos, y comencé a usar el ventilador.

Por ahora vengo bastante bien, pero el verano recién comienza. Vamos a ver cómo sigue.

lunes, 22 de noviembre de 2010

DIENTES AL HORNO

Por Hernán Barrios


Gráficos: CASIANIMAL
El fin de semana pasado hice de apuro la mochila, y me fui para Flores. El domingo por la mañana estuve en la casa de mi padre, tomando mate y hablando de todo un poco. No recuerdo cómo salió el tema, pero entre otras cosas, me estuvo contando algunas historias de mi abuelo Liberato –así como lo leen-, su padre, quién falleció hace ya como 10 años. Algunas me parecieron particularmente graciosas, por lo que he decidido compartirlas con ustedes, bajo la etiqueta de CUENTOS DE MI ABUELO. Antes, me parece necesario hacer una breve reseña acerca de este señor, a fin de que logren hacerse una imagen más acertada de lo que les voy a contar.

Mi abuelo Liberato era hombre de campo. Pero no estanciero, que es otra cosa, sino peón de campo, o en el mejor de los casos, capataz. Trabajó en él desde niño y hasta que se jubiló, digamos como a los 60 años, pasando luego a vivir, junto con mi abuela Herlinda –también así como lo leen-, en una casa que habían comprado algunos años antes, en Trinidad. Era un hombre bastante alto, de complexión gruesa, rostro adusto y manos callosas. Además, y al decir de mi padre, era “bruto como un arado”, haciendo referencia a una forma de ser directa y con pocos o ningún vericueto, tal como dictan la costumbres campestres. Recuerdo que incluso hasta bien entrado en años –vale aquí decir que murió a los 93-, tenía un caminar rápido –por no decir atropellado-, y un andar erguido. Sin ningún esfuerzo lo veo ahora llegando a mi casa, con las manos detrás de la cintura, pañuelo al cuello, y con mi abuela, mucho más petisa y de piernas cortas, 10 metros más atrás.

Mi abuela falleció primero, por lo que mi abuelo continuó viviendo sólo, en su vieja casa de la calle Manuel Oribe, unos cuántos años más. Según cuenta mi padre, a una de las cosas a las que nunca se pudo acostumbrar, por más que lo intentó, fue a las dentaduras postizas. Por este motivo, tuvo varias, por no decir muchas, a lo largo de su vejez. El tema es que como nunca le quedaban bien, según él porque se las hacían mal, cada vez que le entregaban una nueva, no tenía otra que hacerle algunos pequeños retoques con un cuchillo. De esto puedo dar fe, ya que más de una vez recuerdo haberlo visto sentado en su sillón honguito, meta raspar la dichosa dentadura, con su gastado pero filoso cuchillito. Se podría decir que mi abuelo tenía, entre otras, una maestría honoraria en ortodoncia. De todas maneras, y pese a sus denodados esfuerzos por que la dentadura le quedara cómoda, lo único que generalmente conseguía luego de largas sesiones de raspado, era que le quedara floja, y que luego se le anduviera cayendo.

Aquella mañana se encontraba como todas las mañanas, sentado en su sillón, mate y termo de un lado, un vasito con caña con pitanga del otro, y en el medio él, con los dientes en la mano, y tratando de dar forma a su nueva dentadura postiza, la que según sus propias palabras, le quedaba demasiado ajustada. Cansado ya de darle vueltas a aquel artefacto y viendo que no conseguía su objetivo, se le ocurrió una idea genial: ponerla un par de minutos en el horno de la cocina económica, para ablandarla. Cocina económica se le decía a aquellas cocinas de hierro que funcionaban a leña, y que en épocas de frío tenían la doble función de cocinar y de calentar el ambiente al mismo tiempo. Se prendía temprano, para hervir la leche –la cual dejaba el lechero más temprano aún-, y para comenzar a calentar la casa. Supongo que el apodo de “económica” debe venir del hecho de que en esa época la leña era barata; actualmente seguro que la llamaríamos de otra manera.

El tema es que el abuelo puso la dentadura en un platito de lata, y luego introdujo ambas cosas, con mucho cuidado, en el horno. Era cuestión de darle solo una calentadita ligera, para que al ablandarse por el calor, pudiera ser deformada con mayor facilidad. Hasta aquí todo muy lindo, pero en su milimétrico plan el abuelo no tuvo en cuenta los imponderables de siempre. Sucedió que inmediatamente después de haber puesto la dentadura en el horno, llamaron a la puerta, y fue a atender. Era don Pereyra, un viejo amigo que dos por tres pasaba a visitarlo y a conversar –supongo yo-, de tiempos ya idos. Se estarán haciendo, estimados lectores, una idea del final de esta historia.

Don Pereyra pasó, mi abuelo le sirvió una cañita, y se pudieron, entre mate y mate, a conversar. Según mi padre, la visita del amigo duró, más o menos una hora.

No fue sino hasta que lo hubo acompañado al zaguán y despedido, que mi abuelo volvió a tomar contacto mental con su anterior tarea, que era la pulseada que estaba teniendo con su dentadura postiza. Medio enredado en sus viejas alpargatas bigotudas, y supongo que ya medio resignado a la fatalidad, recorrió lo más rápido que pudo el largo corredor que lo separaba de la cocina, y por ende, de sus dientes. Agarró la manopla y abrió, angustiado, la pesada puerta del horno, como quién abre las puertas del infierno. Con la misma manopla sacó el plato metálico, y lo puso sobre la mesa de madera.

Según su relato posterior, el cual aún filtrado por mi padre sigue siendo muy cómico, el espectáculo era dantesco; por no decir desolador. Su flamante dentadura nueva se había convertido, de buenas a primeras, en una especie de aplastada tortilla bucal, y mi abuelo, parado junto al plato, no podía hacer otra cosa que mirarla insistentemente, tratando de comprender lo que veía. “Las piezas estaban enteritas”, repetía una y otra vez en sus relatos posteriores a la comunidad. Enteritas sí, pero desparramadas por todo el plato. Dicen que aquello era un revoltijo deforme de dientes, muelas, alambres y plástico derretido. Irreconstruíble e irreconocible, por partes iguales. Parece que a pesar de todo, y movido quizás por su porfiado impulso campero, tuvo un tímido intento de tratar de armar aquello, pero desistió muy rápidamente. Ni el más encumbrado de los especialistas hubiera podido reconstruir aquella boca achicharrada. Una vez que logró salir del estupor y de que la tortilla se hubo enfriado, cazó el plato, y tiró su contenido a la basura. Nada más había por hacer.

Luego parece que montó en cólera y juró que le iba a hacer pagar los dientes a don Pereyra, el cual según su forma de ver, era el único culpable de aquel accidente. “Viejo de mierda; ¿no tenía otro momento para venir a visitarme?”, dicen que repetía una y otra vez, a quién se le cruzara en el camino. Al día siguiente lo vieron salir de su casa, con sus mejores galas, rumbo al dentista, una vez más.


sábado, 13 de noviembre de 2010

GOLPE AL TIEMPO

Por Hernán Barrios

PUÑO JOVEN, CARA VIEJA


Esto sucedió ayer y lo sé de buena fuente.


El escenario, la calle. Los participantes, un hombre joven, 19 años, lleno de energía, grande, fuerte, y con casi toda la vida por delante; y un hombre viejo, 63 años, esmirriado, enfermo, débil, y con casi toda la vida por detrás.


El hecho, una trompada, solo una; fuerte, dura, sorpresiva, envenenada, lapidaria, terminal, del joven al viejo.

El desenlace, la cama de un hospital para el hombre viejo, y estudios varios.


Tengo 36 años. Luego de enterarme de esta historia, y tratando de dejar a un lado mi inmediato sentimiento de indignación, hice el ejercicio mental de ubicarme en mis 19. Recorrí nuevamente las calles de mi Trinidad natal; la plaza Constitución; las noches de juerga; los bailes con algún que otro lío que me involucró; los amores adolescentes; los amaneceres en el parque Centenario. Me quedé en mis 19 un rato, tratando de imaginarme descargando mi vehemencia juvenil sobre el rostro arrugado de un hombre viejo, y no lo conseguí. Busqué motivos, pretextos, traté de recrear en mi cabeza las condiciones ideales que me llevaran a tamaña cobardía, y no pude.


Pegarle a un viejo, a una mujer, o a un niño, eran hechos que no estaban admitidos dentro de los códigos morales de mi tiempo. ¿Qué pasó desde ahí hasta acá? ¿Quién cambió sin aviso y para mal, las reglas de juego? ¿Dónde fue a parar la moral? ¿En qué cruce de caminos se encontraron la cobardía y la valentía, y dieron a luz un híbrido incapaz de ajustarse a ética alguna?


Parece que el RESPETO A LOS MAYORES pasó de moda, en pos de dar paso al DERECHO A LOS MENORES. Y me pregunto; ¿no se nos estará yendo la mano con la dosis de libertad, independencia, derecho a decidir, a elegir, y el libre albedrío que estamos inculcando a nuestros niños? ¿No será que en ese “dejar ser” bien intencionado que la sociedad pregona para las nuevas generaciones, nos estamos olvidando de marcar los lineamientos mínimos e imprescindibles, para una correcta convivencia social? ¿No habremos dejado en desuso en nuestras casas la palabra VALORES por usar mucho la palabra BIENES? ¿No les estaremos enseñando a nuestros chicos mucho sobre DERECHOS y poco sobre OBLIGACIONES? ¿No le estaremos dedicando mucho tiempo a la XO verde y chiquita, y demasiado poco al diálogo y la palabra? ¿No les estaremos entregando señales equivocadas, dándoles a entender que lo importante es el fin y no el medio, que la emoción debe primar sobre la razón, y el individuo sobre la sociedad? ¿No será que el EFECTO que provoca nuestra nueva, moderna y acelerada forma de vivir, es la falta de AFECTO?


Son solo preguntas que me hago y que hago a quién quiera pensar conmigo. Son solo reflexiones hijas de la rabia, la indignación y la tristeza.


Mis puños, ni tan jóvenes ni tan viejos, piden a gritos venganza por mano propia, aunque por el momento los conquisté para que se remitan, a escribir estas líneas. Porque ese puño joven e irreverente es el de un desconocido, pero esa cara vieja y resignada, es la de mi padre.


Y esa trompada al tiempo, me duele casi tanto como a él.

jueves, 28 de octubre de 2010

HASTA SIEMPRE SABALERO

Por Hernán Barrios

Hace pocos días, al levantarnos, los uruguayos de aquí y de allá, nos topamos de frente con una noticia fea, fría, amarga. Un amigo cantor había dejado su cuerpo viejo, canoso, algo cascado por la vida, y había partido en busca de otras musas, de nuevos colores, de nuevas historias. Un manto gris de fría tristeza nos cubrió a todos, aquella mañana. Y lloramos.

El Sabalero se fue como vivió; sin grandilocuencias, sin aspavientos, sin estridencias. Su partida fue como sus canciones, en secreto, susurradas. Se fue calladito y sólo por la puerta de la cocina, como para no molestar, ¿vio? Se fue tranquilo, sereno, y seguramente tan solo se llevó algún que otro verso con olor a humo, con gusto a pueblo, que tenía pensado regalarnos dentro de poco. El loco se fue, pero nosotros nos quedamos. Nos quedamos con un abrazo vacío, ausente, y con el pecho estrujado de bronca. ¿Cómo te vas a ir sin despedirte, hermano? Nos quedamos con las ganas de quererte un poco más; de mimarte un poco más; de abrazarte; de agradecerte. Si, de agradecerte.

A los de afuera, a los que no lo conocieron, les cuento que José Carbajal -El Sabalero, que es cómo lo conocían desde que me conozco, y antes-, fue sobre todo, un alma sensible. La más sensible quizás. Capaz de descubrir en las cosas más sencillas, la belleza de la vida, y con la casi divina capacidad de convertirlas en palabras, también sencillas, para compartirlas con nosotros. El Sabalero era, definitivamente, un hombre de pueblo, de barrio, de familia. Un hombre al que la vida, por diferentes circunstancias llevó lejos en cuerpo, pero a cuya alma jamás pudo despegar ni un centímetro de su tierra, y de su gente.

Su poesía era sencilla, y sus versos estaban llenitos de imágenes tibias, cálidas, y muy pero muy queribles. Sus palabras eran fotos, viejas, amarillentas, manchadas por el tiempo; fotos testigos de una niñez ya ida hace rato, pero más viva que nunca. Una niñez que era suya, pero que también era mía, de aquel, de todos. Él le cantó a su pueblo, pequeño y sencillo. Le cantó a su barrio; le cantó a su padre y a su madre; le cantó a su mujer, a sus amigos, a sus vecinos, a su casa encantada, a los que no estaban, y a ese pedacito de tierra y agua, llamado Villa Pancha.

Sus canciones volaron de boca en boca y de pueblo en pueblo, hasta perderse de vista. Sus canciones viajaron lejos, pero él no se fue con ellas, él se quedó acá, en su tierra. Con el tiempo, sus canciones dejaron de ser sus canciones, para pasar a ser las canciones de todos. Ahora, ya son nuestras canciones; las que cantamos en la escuela, en el liceo, en la plaza, en el parque, en el boliche.

Te fuiste Sabalero, y nos dejaste unas ganas bárbaras de darte un último abrazo, y de decirte gracias. Gracias por tus palabras pobladas de magia y por tu voz, desgarrada y prepotente. Pero sobre todo gracias, muchas gracias, por demostrarnos hasta el cansancio, que las más grandes y hermosas cosas de la vida caben, sin ningún esfuerzo, en la sonrisa de un niño, en la casa más humilde, y en los ojos sinceros y enamorados, de una mujer.

Hasta siempre José.










miércoles, 6 de octubre de 2010

LECTURA SANITARIA

Por Hernán Barrios

RELATO COLATERAL

Gráficos: CASIANIMAL
Con este post doy inicio a una serie, que va a intentar hacer un sucinto análisis de los cambios conductuales que con el paso de los años, vamos teniendo las personas. No es mi intención hacer un juicio de valor sobre estos cambios, sino más bien dejarlos en evidencia, y tratar de desarrollar, al menos una somera explicación sobre las posibles causas que los provocan.

A riesgo de herir susceptibilidades y hasta de ser algo ordinario, voy a tomarme para esta serie la licencia de volver a las fuentes, y usar el lenguaje “casero” y “pueblerino” con el cual comencé este blog (allá por el año 2007), el cual por cierto es ampliamente preferido por mis amigos más cercanos.

Como principio tienen las cosas, voy a comenzar desplegando una idea que hace varios meses me viene dando vueltas en el intestino grueso, y que atañe principalmente –creo yo-, al sexo masculino.


LEER EN EL BAÑO

¿Alguien me puede explicar por qué carajo los hombres después de los 30, empezamos a llevarnos al baño algo para leer, mientras nuestro organismo se deshace de lo que ya no necesita? Me parece que fue ayer cuando miraba extrañado a mi padre pasar hacia el defeckroom, con el diario en la mano. Mi inocente cabeza de niño no alcanzaba en ese entonces a comprender el motivo de aquella adulta conducta, y a decir verdad, tampoco fue un tema que en su momento me haya quitado el sueño. Hasta ahora. Parece que tarde pero seguro, me ha llegado la hora de preguntarme el por qué de ciertas cosas. Y bueno, empecé por ésta, que aunque a simple vista a muchos pueda parecer una banalidad, yo creo realmente que la relación existente entre el adiós definitivo a aquellas sustancias que primitivamente nos sirven de nutrientes, y la ingesta ocular de palabras, no es un tema menor. Es más, creo fehacientemente que dicho tema debería ser estudiado y debatido en profundidad por eruditos en la materia. Sin embargo y a falta de ellos, aquí estoy yo para desmenuzarlo.

Eso de que los hombres nos llevamos el diario para leer sentados en el water, no es cierto. O al menos, es cierto pero solo en parte. En realidad lo que necesitamos es algo que distraiga nuestros apéndices pupilares, nos entretenga, (en caso de que además de esto también nos instruya, obvio que es mucho mejor), y nos calme esa ansiedad y vacío espiritual que nos genera el hecho de estar sentados ahí, sin hacer nada constructivo, y encima dejando parte de nosotros en dicha empresa. Cualquier cosa que tenga letras sirve y da exactamente lo mismo. Un diario, una revista, un libro o un boleto. Pero a falta de cualquiera de estos elementos, y como dije anteriormente, podemos echar mano a lo que venga. Yo me he encontrado en casa ajena –disculpen la infidencia- leyendo el menú del celular, leyendo la bolsa del jabón en polvo, y hasta leyendo las minúsculas letras de la parte de atrás del frasco de champú. Lo dicho, cualquier letrita sirve.

Pero las dudas que se me plantean son en líneas generales, dos. Primero: ¿por qué esta extraña conducta defecto-lectora comienza a determinada edad y no antes? Segundo: ¿por qué solamente en los hombres y no en las mujeres?

En el tema de género, da para suponer que en realidad debería ser al revés, ya que son ellas las que gracias a ese estreñimiento crónico que en líneas generales suelen sufrir, las que deberían necesitar un entretenimiento extra para soportar esas duras y extensas cruzadas que les supone ir de cuerpo. Pero no, nos sucede a nosotros, que generalmente en lo que a humedad analítica y velocidad sorética se refiere, solemos ser mucho menos problemáticos. Además, si al menos la tarea antes mencionada, durara lo suficiente como para llegar a incrementar en algo nuestros deprimidos intelectos, estaría en parte justificada tamaña conducta. Pero no, lo más lindo de todo es que dada la impronta y la eficaz diligencia con que solemos hacer uso los hombres de las instalaciones sanitarias, generalmente no llegamos a leer siquiera completa, una página del libro o folleto de turno. Sin ir más lejos, y tratando de darle un matiz divino a la gloriosa tarea del desagote intestinal, yo hace como 6 años que me hago acompañar por LA SANTA BIBLIA, y para serles franco y gracias a DIOS, no he podido pasar del EXODO.

Sea como sea, yo estoy convencido estimados amigos, de que la lectura tiene en los seres humanos, un efecto que se mimetiza con el entorno edilicio en el cual la llevamos a cabo. ¿Qué quiero decir con esto? Que dependiendo del lugar de la casa en que nos pongamos a leer, va a ser el efecto colateral que sobre nuestro cuerpo, va a tener dicha lectura.

EJ.: Si leemos en la cocina, nos da ganas de cocinar. Si leemos en el dormitorio, nos da ganas de dormir. Si leemos en el baño, nos da ganas de cagar. Fin de la historia.

NO ME DIGAN NADA; ESTE POST ES UNA MIERDA.

sábado, 25 de septiembre de 2010

PRESENCIA DE VIERNES

Por Hernán Barrios

Gráficos: CASIANIMAL
Era un día como cualquier otro. No pasaba de las 9 de la noche. Lucia había salido con sus amigas, y yo estaba en la PC tratando de escribir. Culpando de mi vacío creativo a mi también vacío estómago, recuerdo haber pedido algo a la pizzería. Hasta poco antes, había estado tomando mate, pero lo había dejado porque me estaba provocando nervios al estómago. Ese viernes, había estado particularmente nervioso. O alterado sería quizás, el término más adecuado.

Tenía dos de las luces del living encendidas, la de la lámpara sobre el escritorio y la del techo. Seguía sin poder escribir una palabra. Miré la hora, porque me pareció que mi comida estaba tardando más de la cuenta, pero no era así. Eran las nueve y veinte. Mi falta de concentración era extrema, y eso me estaba poniendo de mal humor. Mis ojos iban y volvían desde el cursor de la computadora, blanco, titilante, desesperante, hasta el portero eléctrico, mudo, impertérrito. Casi estaba empezando a creer que ambos se habían puesto de acuerdo para no complacerme. El apartamento estaba silencioso. Un silencio gigante que solo era desafiado apenas, por el perseverante zumbido del ventilador de refrigeración de la PC. Nada salía de mi cabeza, ni una idea, ni una palabra. Nada de nada.

Mis ojos volvieron por enésima vez a posarse, exigentes, amenazantes, sobre el monitor. De pronto, rompió la armonía lo que en ese momento me pareció un fugaz bajón de corriente. Fue apenas. Casi imperceptible. El cursor quedó fijo, inerte. Acerqué mis ojos a la pantalla para corroborar esa extraña inmovilidad, pensando que la máquina se había colgado, cuando de golpe, y en clara Arial Black, aquella palabra se disparó: “HOLA”. Recorrió mis ojos, cerebro, estómago, y golpeó mi corazón hasta casi hacerlo explotar; todo de una vez. Mis brazos y piernas quedaron rígidos como madera, cuando me pareció además percibir, en el límite de mi campo visual, a mi izquierda, una sombra intrusa. Casi una silueta. Pasó un segundo, dos, tres. No me animaba a mirar. Estaba tieso, frío, me costaba respirar. Sentía efectivamente una presencia a mi izquierda. A unos cinco metros, talvez cuatro, que me observaba. Pasaron cinco segundo, seis, siete… diez. Giré la cabeza.

Lo último que recuerdo son dos ojos negros, enormes, profundos, no humanos, a treinta centímetros de mi cara, y unos brazos flacos y largos que me rodeaban. Luego, nada.

Ya era casi mediodía cuando me despertó el ruido de tachos y el olor a comida, provenientes de la cocina. Al sentirme despierto, Lucía vino al dormitorio a darme un beso. “Buenas tardes dormilón”- dijo en tono burlón y con absoluta normalidad. “¡Se te pegaron las sábanas!”. Y abrió las cortinas de un tirón. Hice un esfuerzo extraordinario por tomar la mayor conciencia posible. Luego de un rápido examen visual de mi situación, comprobé que efectivamente estaba acostado en mi cama, tapado, sin ropa, como todas las noches. Era sábado.

Hoy hace una semana exacta que me ocurrió este episodio, y Lucía sigue afirmando que debe haber sido un sueño. La entiendo. ¿Qué más podría pensar? Yo por lo pronto, sigo confundido. ¿Por qué no tengo al menos un vago recuerdo, del momento en que me fui a acostar aquella noche? O de cuando apagué la computadora. O de cuando recibí al muchacho de la pizzería, y me comí casi toda la milanesa con fritas. Realmente, no lo sé. Tengo en mi cabeza un vacío temporal que me angustia e incomoda. Alivio estos sentimientos, tratando de convencerme de que hay cosas que pueden ser producto de mi imaginación, provocadas quizás por el cansancio, fruto del exceso de trabajo. O directamente locuras mías nomás. Pero hay otras que ni siquiera así son mitigadas. ¿Como se explica, que tanto el reloj de la computadora como el de mi teléfono celular, quedaron colgados marcando las 21:30?

Yo no sé qué me pasó esa noche amigos. Quizás alguno de ustedes me pueda dar alguna pista. Es por eso en realidad, que me atreví a compartir mi experiencia con ustedes.

martes, 21 de septiembre de 2010

NOMBRES DE LECHE

Por Hernán Barrios

Esta es una idea que vengo manejando desde hace algún tiempo, pero que recién hoy a la mañana, y en parte gracias al empujón anímico dado por un compañero de trabajo, me decidí a publicar. Es por esto que en un rato, luego de compartirla con ustedes, estimados lectores, la mando sin más vueltas al Parlamento Nacional. El tema tiene que ver con el nombre de las personas.


¿Cuántas veces hemos oído decir a la gente, que no está conforme con alguno de sus nombres? No les gusta el primero y usan el segundo; o no les gusta el segundo y usan solo el primero; o directamente no les gusta ninguno de los dos, y optan por usar, a desgano, el menos feo según su criterio. Ni hablar a aquel que no le gusta el nombre, y encima es el único que le pusieron. Un desastre.


No tengo demasiado claro la razón por la cual sucede esto, pero todo parece indicar que los padres, en una profunda crisis de estupidez, provocada por el inminente advenimiento de un hermoso Ser que será sangre de su sangre, pierden temporalmente el sano juicio, y con él la capacidad de discernir entre lo lindo y lo feo. Les pasa con los nombres, lo mismo que con las criaturas en sí, que les parece la más bella del mundo, a pesar de que en realidad sea un pequeño monstruito. Pero, todos sabemos que no por pequeño tiene necesariamente que ser lindo. Esa es una de las teorías, a la cual me aferro con fuerza. La otra, es que los nombres pasan muy rápidamente de moda. ¿Qué quiero decir con esto? Que en el momento en que los… la madre (vamos a decir las cosas como son), le elige el nombre al bebé, seguramente tenga éste –el nombre- toda la onda, pero cuando el niño empieza a tener conciencia cabal de su nombre y lo que en sus fibras más íntimas provoca, es bastante probable que dicho nombre ya haya quedado vetusto. Por ende, el bello nombre que los padres con tanto ahínco y dedicación buscaron para su hijito/a del alma, y el cual por falta de acuerdo casi provoca la ruptura de la pareja, al gurí en sí le resulta horrible. Una tragedia.


Por lo expresado anteriormente, el proyecto que en primera instancia voy a mandar a la Cámara Baja, tiene un nombre que, como buen padre que soy, me resulta genial: NOMBRES DE LECHE.


La idea es muy sencilla, económica, y por ende muy fácil de implementar. No les costará mucho deducir a los avezados lectores, que el nombre del proyecto es una analogía con los dientes de leche.


Por obvia incapacidad momentánea del interesado en cuestión, los padres seguirán como hasta ahora eligiendo el nombre de su descendencia, pero con la salvedad de que estos nombres serán, por decirlo de algún modo, no definitivos. Será un nombre que usará el individuo, hasta que tenga una capacidad de discernimiento tal, que le permita elegir el que realmente quiere tener. Mediante convención, esto podría fijarse digamos, a la edad de diez años. Llegado este momento, el nombre transitorio que los padres le pusieron en el momento de nacer, legalmente caerá, debiendo ser reemplazado mediante un gratuito y sencillo trámite, por el definitivo.


¡No me digan que no es una buena idea! ¿Saben los millones de pesos que podrán ser redirigidos desde los divanes de los psicólogos (ya que ni unos ni otros serán necesarios), hacia otros rubros más productivos tanto para el individuo como para el país? ¿Se imaginan la cantidad de suicidios y parricidios que serán evitados, gracias a la certeza de que a cierta edad el botija va a poder sacarse esa espina en forma de nombre propio, que sus padres le clavaron ya antes de nacer?


Eso sí, una vez que el nombre definitivo ha sido adjudicado, no te lo vas a poder cambiar ni con cárcel. Es una decisión por demás importante, que el chico o la chica tienen que afrontar con seriedad y responsabilidad. Quizás la primera gran responsabilidad de sus vidas, y ocurre justo cuando pasan de la escuela al liceo. Es muy oportuno, y empiezan en una nueva casa de estudios, con nuevos compañeros, nuevos profesores, y de yapa, nuevo nombre.


Yo creo firmemente que el proyecto va a tener andamiaje. Lo llamo al PEPE y luego les cuento.