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lunes, 22 de noviembre de 2010

DIENTES AL HORNO

Por Hernán Barrios


Gráficos: CASIANIMAL
El fin de semana pasado hice de apuro la mochila, y me fui para Flores. El domingo por la mañana estuve en la casa de mi padre, tomando mate y hablando de todo un poco. No recuerdo cómo salió el tema, pero entre otras cosas, me estuvo contando algunas historias de mi abuelo Liberato –así como lo leen-, su padre, quién falleció hace ya como 10 años. Algunas me parecieron particularmente graciosas, por lo que he decidido compartirlas con ustedes, bajo la etiqueta de CUENTOS DE MI ABUELO. Antes, me parece necesario hacer una breve reseña acerca de este señor, a fin de que logren hacerse una imagen más acertada de lo que les voy a contar.

Mi abuelo Liberato era hombre de campo. Pero no estanciero, que es otra cosa, sino peón de campo, o en el mejor de los casos, capataz. Trabajó en él desde niño y hasta que se jubiló, digamos como a los 60 años, pasando luego a vivir, junto con mi abuela Herlinda –también así como lo leen-, en una casa que habían comprado algunos años antes, en Trinidad. Era un hombre bastante alto, de complexión gruesa, rostro adusto y manos callosas. Además, y al decir de mi padre, era “bruto como un arado”, haciendo referencia a una forma de ser directa y con pocos o ningún vericueto, tal como dictan la costumbres campestres. Recuerdo que incluso hasta bien entrado en años –vale aquí decir que murió a los 93-, tenía un caminar rápido –por no decir atropellado-, y un andar erguido. Sin ningún esfuerzo lo veo ahora llegando a mi casa, con las manos detrás de la cintura, pañuelo al cuello, y con mi abuela, mucho más petisa y de piernas cortas, 10 metros más atrás.

Mi abuela falleció primero, por lo que mi abuelo continuó viviendo sólo, en su vieja casa de la calle Manuel Oribe, unos cuántos años más. Según cuenta mi padre, a una de las cosas a las que nunca se pudo acostumbrar, por más que lo intentó, fue a las dentaduras postizas. Por este motivo, tuvo varias, por no decir muchas, a lo largo de su vejez. El tema es que como nunca le quedaban bien, según él porque se las hacían mal, cada vez que le entregaban una nueva, no tenía otra que hacerle algunos pequeños retoques con un cuchillo. De esto puedo dar fe, ya que más de una vez recuerdo haberlo visto sentado en su sillón honguito, meta raspar la dichosa dentadura, con su gastado pero filoso cuchillito. Se podría decir que mi abuelo tenía, entre otras, una maestría honoraria en ortodoncia. De todas maneras, y pese a sus denodados esfuerzos por que la dentadura le quedara cómoda, lo único que generalmente conseguía luego de largas sesiones de raspado, era que le quedara floja, y que luego se le anduviera cayendo.

Aquella mañana se encontraba como todas las mañanas, sentado en su sillón, mate y termo de un lado, un vasito con caña con pitanga del otro, y en el medio él, con los dientes en la mano, y tratando de dar forma a su nueva dentadura postiza, la que según sus propias palabras, le quedaba demasiado ajustada. Cansado ya de darle vueltas a aquel artefacto y viendo que no conseguía su objetivo, se le ocurrió una idea genial: ponerla un par de minutos en el horno de la cocina económica, para ablandarla. Cocina económica se le decía a aquellas cocinas de hierro que funcionaban a leña, y que en épocas de frío tenían la doble función de cocinar y de calentar el ambiente al mismo tiempo. Se prendía temprano, para hervir la leche –la cual dejaba el lechero más temprano aún-, y para comenzar a calentar la casa. Supongo que el apodo de “económica” debe venir del hecho de que en esa época la leña era barata; actualmente seguro que la llamaríamos de otra manera.

El tema es que el abuelo puso la dentadura en un platito de lata, y luego introdujo ambas cosas, con mucho cuidado, en el horno. Era cuestión de darle solo una calentadita ligera, para que al ablandarse por el calor, pudiera ser deformada con mayor facilidad. Hasta aquí todo muy lindo, pero en su milimétrico plan el abuelo no tuvo en cuenta los imponderables de siempre. Sucedió que inmediatamente después de haber puesto la dentadura en el horno, llamaron a la puerta, y fue a atender. Era don Pereyra, un viejo amigo que dos por tres pasaba a visitarlo y a conversar –supongo yo-, de tiempos ya idos. Se estarán haciendo, estimados lectores, una idea del final de esta historia.

Don Pereyra pasó, mi abuelo le sirvió una cañita, y se pudieron, entre mate y mate, a conversar. Según mi padre, la visita del amigo duró, más o menos una hora.

No fue sino hasta que lo hubo acompañado al zaguán y despedido, que mi abuelo volvió a tomar contacto mental con su anterior tarea, que era la pulseada que estaba teniendo con su dentadura postiza. Medio enredado en sus viejas alpargatas bigotudas, y supongo que ya medio resignado a la fatalidad, recorrió lo más rápido que pudo el largo corredor que lo separaba de la cocina, y por ende, de sus dientes. Agarró la manopla y abrió, angustiado, la pesada puerta del horno, como quién abre las puertas del infierno. Con la misma manopla sacó el plato metálico, y lo puso sobre la mesa de madera.

Según su relato posterior, el cual aún filtrado por mi padre sigue siendo muy cómico, el espectáculo era dantesco; por no decir desolador. Su flamante dentadura nueva se había convertido, de buenas a primeras, en una especie de aplastada tortilla bucal, y mi abuelo, parado junto al plato, no podía hacer otra cosa que mirarla insistentemente, tratando de comprender lo que veía. “Las piezas estaban enteritas”, repetía una y otra vez en sus relatos posteriores a la comunidad. Enteritas sí, pero desparramadas por todo el plato. Dicen que aquello era un revoltijo deforme de dientes, muelas, alambres y plástico derretido. Irreconstruíble e irreconocible, por partes iguales. Parece que a pesar de todo, y movido quizás por su porfiado impulso campero, tuvo un tímido intento de tratar de armar aquello, pero desistió muy rápidamente. Ni el más encumbrado de los especialistas hubiera podido reconstruir aquella boca achicharrada. Una vez que logró salir del estupor y de que la tortilla se hubo enfriado, cazó el plato, y tiró su contenido a la basura. Nada más había por hacer.

Luego parece que montó en cólera y juró que le iba a hacer pagar los dientes a don Pereyra, el cual según su forma de ver, era el único culpable de aquel accidente. “Viejo de mierda; ¿no tenía otro momento para venir a visitarme?”, dicen que repetía una y otra vez, a quién se le cruzara en el camino. Al día siguiente lo vieron salir de su casa, con sus mejores galas, rumbo al dentista, una vez más.


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