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jueves, 28 de octubre de 2010

HASTA SIEMPRE SABALERO

Por Hernán Barrios

Hace pocos días, al levantarnos, los uruguayos de aquí y de allá, nos topamos de frente con una noticia fea, fría, amarga. Un amigo cantor había dejado su cuerpo viejo, canoso, algo cascado por la vida, y había partido en busca de otras musas, de nuevos colores, de nuevas historias. Un manto gris de fría tristeza nos cubrió a todos, aquella mañana. Y lloramos.

El Sabalero se fue como vivió; sin grandilocuencias, sin aspavientos, sin estridencias. Su partida fue como sus canciones, en secreto, susurradas. Se fue calladito y sólo por la puerta de la cocina, como para no molestar, ¿vio? Se fue tranquilo, sereno, y seguramente tan solo se llevó algún que otro verso con olor a humo, con gusto a pueblo, que tenía pensado regalarnos dentro de poco. El loco se fue, pero nosotros nos quedamos. Nos quedamos con un abrazo vacío, ausente, y con el pecho estrujado de bronca. ¿Cómo te vas a ir sin despedirte, hermano? Nos quedamos con las ganas de quererte un poco más; de mimarte un poco más; de abrazarte; de agradecerte. Si, de agradecerte.

A los de afuera, a los que no lo conocieron, les cuento que José Carbajal -El Sabalero, que es cómo lo conocían desde que me conozco, y antes-, fue sobre todo, un alma sensible. La más sensible quizás. Capaz de descubrir en las cosas más sencillas, la belleza de la vida, y con la casi divina capacidad de convertirlas en palabras, también sencillas, para compartirlas con nosotros. El Sabalero era, definitivamente, un hombre de pueblo, de barrio, de familia. Un hombre al que la vida, por diferentes circunstancias llevó lejos en cuerpo, pero a cuya alma jamás pudo despegar ni un centímetro de su tierra, y de su gente.

Su poesía era sencilla, y sus versos estaban llenitos de imágenes tibias, cálidas, y muy pero muy queribles. Sus palabras eran fotos, viejas, amarillentas, manchadas por el tiempo; fotos testigos de una niñez ya ida hace rato, pero más viva que nunca. Una niñez que era suya, pero que también era mía, de aquel, de todos. Él le cantó a su pueblo, pequeño y sencillo. Le cantó a su barrio; le cantó a su padre y a su madre; le cantó a su mujer, a sus amigos, a sus vecinos, a su casa encantada, a los que no estaban, y a ese pedacito de tierra y agua, llamado Villa Pancha.

Sus canciones volaron de boca en boca y de pueblo en pueblo, hasta perderse de vista. Sus canciones viajaron lejos, pero él no se fue con ellas, él se quedó acá, en su tierra. Con el tiempo, sus canciones dejaron de ser sus canciones, para pasar a ser las canciones de todos. Ahora, ya son nuestras canciones; las que cantamos en la escuela, en el liceo, en la plaza, en el parque, en el boliche.

Te fuiste Sabalero, y nos dejaste unas ganas bárbaras de darte un último abrazo, y de decirte gracias. Gracias por tus palabras pobladas de magia y por tu voz, desgarrada y prepotente. Pero sobre todo gracias, muchas gracias, por demostrarnos hasta el cansancio, que las más grandes y hermosas cosas de la vida caben, sin ningún esfuerzo, en la sonrisa de un niño, en la casa más humilde, y en los ojos sinceros y enamorados, de una mujer.

Hasta siempre José.










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