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sábado, 20 de septiembre de 2014

SOBRE RUEDAS

Por Hernán Barrios


Ilustración: CASIANIMAL
Planeamos aquel viaje al menos durante dos meses. Recuerdo muy bien que el día anterior nos encargamos de juntar todos los adminículos que íbamos a necesitar. Yo soy un tipo precavido, pero mi amigo Antonio lo es más, por lo que juntos repasamos una y otra vez aquella extensa y detallada lista, que con tanta minuciosidad y cautela habíamos preparado.

Era abril y de los de antes, cuando en Semana Santa hacía frío en serio, por lo que nuestra indumentaria estaba acorde al clima. De abajo hacia arriba era algo más o menos así: botas, dos pares de medias, pantalón de jean con un deportivo Adidas (de los azules con tres rayas blancas en los costados) por debajo, camiseta gruesa de algodón, buzo "jogging", camisa de paño a cuadros grandes, rompevientos (para los de frontera afuera, esto vendría a ser un buzo de lana gruesa con un cuello alto), bufanda, guantes y gorro (también de lana). Los fieros birrodados que iban a tener la gentileza de soportarnos aquellos escabrosos 60 kilómetros hasta la estancia del tío Pirulo, habían sido puestos a punto en un taller mecánico. En nuestras mochilas, además de ropa extra, llevábamos provisiones para el viaje, que consistían en refuerzos de mortadela y manzanas. Eso sin contar una botella plástica con Jugolín de naranja que nos hidrataría, en el remotísimo caso de que por alguna razón nos tuviéramos que codear más tiempo del previsto, con el sol del mediodía. Y digo remotísimo, porque tratando de evitar dicha situación, fijamos como hora de partida las 4 de la mañana, para tratar de llegar a destino no mucho después de las 9. Por último, decidimos incluir en el equipaje un aparatoso inflador de pie (casi tan pesado como la bicicleta misma), y una linterna que muy gentilmente nos prestó el padre de mi amigo.


Con puntualidad inglesa, 5 minutos antes de las cuatro de la mañana, Antoñito estaba en casa. Yo ya estaba pronto, así que 15 minutos más tarde estábamos surcando a pedalaso firme, las rutas florecinas.

Era aún noche cerrada, por lo que los primeros kilómetros los hicimos a punta de linterna. Bueno, o al
menos eso intentamos, porque la porquería de aparato lumínico de ocho pilas grandes, con mango antideslizante y como sesenta centímetros de prolongor que llevó mi amigo, alumbraba cuando quería. Había que propinarle una serie continuada de cuatro o cinco trompadas para que funcionara cinco segundos, lo que a nuestra velocidad de vértigo significaba unos veinte metros, y luego de algunos pestañeos de advertencia, se volvía a apagar. Y otra vez las trompadas, y así. En conclusión, la linterna era una cagada, por lo que mi amigo Antonio tomó la sabia decisión de guardarla, antes de que se la agarrara yo y se la tirara a la mierda, o lo que habría sido peor, le realizara un improvisado y campestre tacto rectal con ella.

A esta altura llevábamos recorridos no más de 5 kilómetros de los 60 en los que consistía la travesía. Es bueno aclarar que 20 del total de kilómetros transcurrirían sobre ruta asfaltada, mientras que los 40 restantes, serían por caminos de tierra. Y así, como dos briosos corceles rodantes, seguimos devorando ruta.

Lo recuerdo como si hubiera ocurrido hoy de mañana. Íbamos en el kilómetro 14,200 cuando mi amigo dejó escapar por la hendidura que le quedaba entre la bufanda y el gorro, aquellas fatídicas palabras que a la postre se convertirían, en el comienzo de nuestra peor pesadilla. -"Creo que estoy un poco bajo". Con la aguda percepción que desde siempre me caracterizó, entendí inmediatamente que no estaba haciendo referencia mi amigo a la distancia que separaba su cabeza de sus pies, sino a la cantidad de aire que contenía en ese momento alguna de las cámaras de su robusta bicicleta. Las habíamos inflado antes de salir, pero por las dudas paramos algunos metros más adelante, para hacer un chequeo de rutina.

NOTA: Permítaseme hacer notar a la parcialidad, que dada la cantidad enorme de mochilas, bolsos, bolsas de nylon, inflador, carpa, pelota, red de voleibol, y unas cuántas cosas más que llevábamos sobre nuestras arropadas osamentas, la tarea de descender de los vehículos no era para nada sencilla.

Una vez que estuvimos pie a tierra, comprobamos con un atisbo de asombro que efectivamente, su rueda trasera no tenía la dureza apropiada. Sin alarmarnos en absoluto, dediqué los siguientes minutos a liberar el inflador del incorruptible correaje que tan efectivamente mi amigo había puesto sobre él. Exagerado como pocos, lo había atado como para que acompañara al birrodado hasta el último de sus días. Luego de varios minutos de insultos y mordiscones a un nudo franco-irlandés que me desafiaba impertérrito, tomé el cuchillo que llevaba asido a mi cintura a lo Cocodrilo Dundee, y terminé de prepo con aquella sublevación nudista. El aparatoso inflador que habíamos llevado, era de esos que se apoyan verticales al piso, se aprietan con los pies y se les da fuelle con ambas manos. ¿Ubican? En resumen, bruto gollete.

La cosa fue que inflamos trabajosamente la rueda, recogimos nuestras cosas, y retomamos la marcha. Ya estaba por amanecer.
Ilustración: CASIANIMAL

No quiero decir algo que no concuerde fielmente con la realidad, pero yo creo que no hicimos más de 500 metros, cuando mi compañero y amigo disparó cual fuego de metralla, una segunda serie de fatídicas palabras que encendieron en lo más profundo de mi glándula pituitaria, una tímida señal de alarma. -"Creo que estoy bajo de nuevo". -"¡Puta madre! ¿Y por qué no te terminas de empetisar de una vez, así te doy un boleo en el culo y te hago rodar colina abajo con bicicleta y todo?"- pensé para mis adentros, al tiempo que por mi boca emanaba un cordial: -"Uy, ¿en serio amigo?". Nos detuvimos de inmediato y pusimos nuevamente pie a tierra. Sin siquiera bajar de mi bicicleta, pude ver con renovada preocupación que el nivel eólico de la rueda trasera de la bicicleta de Antoñito -que fue como empecé a llamarlo a modo de terapia de contraste y a fin de no rajarlo a puteadas- había descendido hasta un grado alarmante. Le tiré el inflador, que esta vez había sido atado a lo bandido nomas por un servidor, y esperé que inflara. Juntamos las cacharpas y emprendimos nuevamente la marcha.

Es solamente por respeto a la concentración y el tiempo de los amables lectores que no me tomo el trabajo de relatar la cantidad de veces que repetimos la operación recién mencionada, pero les puedo asegurar que fueron unas cuántas, realmente muchas más de las que a apriori, mi escueta paciencia hubiera creído haber sido capaz de soportar. Ya las últimas infladas se hicieron con intervalos no mayores a 100 metros. Para peor, en un momento me tuve que hacer cargo solito de todo el equipaje, a fin de facilitarle la tarea al señor inflador. La rutina era la siguiente: Rueda sin aire. Paramos. Bajamos las cosas al piso. Antoñito inflaba a todo ritmo -debo reconocer que para nada falto de ahínco y bravura, aunque después de todo era lo menos que podía hacer-. Una vez inflada, el tipo se subía de un salto a su bicicleta y salía como endemoniado en la bajada, mientras que un servidor se quedaba, juntando una a una las cascarrias que quedaban diseminadas en la ruta, inflador incluido. Una vez que terminaba de colgarme hasta de la oreja la última de las bolsitas, lanzaba una melancólica mirada hacia adelante, y veía a mi amigo unos cuántos metros más allá, nuevamente con la bicicleta en el piso, y esperando sonriente el inflador. Una tristeza.

Un desesperado "plunch, plunch, planch", acompañado por un eterno e infinito "sssssssssssssssss" continuo en si bemol menor, se escuchó cien metros más adelante de la última parada. Nos miramos al unísono y nos detuvimos sin emitir palabra alguna, al costado de la ruta. El espectáculo que tenía desde mi privilegiada ubicación sobre mi nave era absolutamente desolador. Mi amigo arrodillado en el piso y mirando con ojos de perro abandonado hacia una cubierta flácida y resquebrajada, que dadas las actuales circunstancias no alcanzaba a contener en sus entrañas, ni un soplidito del vital y aeróbico elemento. Ante tamaño espectáculo, me apee pausado de mi vehículo, y lo dejé caer, lánguido, hacia un lado. ¡Mierda!

OTRA NOTA: Añado como referencia, que aún no habíamos llegado al camino de tierra, por lo que dejo librado a los cálculos del lector, la distancia recorrida hasta el momento.

-"¿Dónde pusiste los parches?"- pregunté a mi amigo, ya dejando salir al exterior una para nada representativa muestra del enorme caudal de mal humor que cual lava candente brotaba desde lo más profundo de mi ser. Recibí como respuesta los ojos grandes y bien abiertos de Antoñito, emulando la mirada de una vaca lechera triste por la reciente separación de su ternero recién nacido, y un silencio lapidario. Un silencio 2.3 veces más profundo que las Fosas de las Marianas. Era como el agujero negro de los silencios, el que contenido por su boca, acalló todo sonido a su alrededor. Y yo, aunque por un instante me resistí, creí entenderlo. -"¿No trajiste parches?"-, pregunté casi en un inconsciente y desesperado acto reflejo. Con un repetido movimiento elico-lateral de este a oeste de su medio escarchado órgano craneal, me hizo saber que no. Recuerdo que en ese instante tuve la bajeza de realizar una pequeña mención recordatoria, hacia ciertos integrantes femeninos de su familia y hacia los cuales ostento -debo decir- un profundo respeto y cariño. Luego de este pequeño acto recordatorio, me sentí más aliviado.

La situación no podía ser peor. Una rueda malherida que no se podía volver a inflar, y un par de cuchillos, tenedores y algunas cucharas que hacían las veces de eventuales herramientas, era todo lo que poseíamos. El sol, que hasta ese momento había mantenido perfil bajo, comenzó a tomar confianza y vigor al mismo tiempo, haciendo que tuviéramos que empezar paulatinamente a desprendernos de algunas de nuestras prendas de abrigo.

Viendo que el gurí venía de nalgas -como se dice por estos pagos- tratamos de desviar nuestra atención de tanta calamidad, y la apuntamos hacia la búsqueda de soluciones prácticas.

Lo primero que atinamos a hacer fue a iniciar una furtiva búsqueda del orificio por donde el aire se tomaba los vientos (nunca mejor empleada la expresión), aunque más no fuera para rajarlo un poco más de una puteada. Luego de varios infructuosos intentos de pasarnos la cámara contra el ojo para sentir el prófugo chorrito de aire, detectamos al fin el lugar exacto del inconveniente, con tanta mala suerte que el mismo estaba justo contra la válvula, por lo que incluso en caso de haber tenido parches, no nos habrían servido de mucho. No fue sino hasta repasar mentalmente una y otra vez el manual del bicicletero ideal, y de traer a su memoria unos cuántos capítulos de la conocida serie televisiva Mac Gyver, que mi amigo tuvo ante su ojos, una brillante solución.

Ya cuando vi que empezó a sacar las manzanas de su bolsita de nylon y a pasarlas para la mochila, empecé paulatinamente a calentarme. Sabía por experiencia que se venía una maniobra tan desesperada como inútil. Y no me equivoqué. Empezó a atar la bolsa a la vuelta del pinchazo a manera de torniquete. -"Mirá que no se está desangrando, sino desinflando"-, le dije, al tiempo que le pegaba un mordisco a una manzana verde. Pero igual el tipo le siguió dando vueltas a la bolsita hasta que quedó, según él, bien ajustada. Después, a poner la cubierta, inflar y salir.

Veinte metros -siendo generoso- fue la distancia que recorrió mi amigo luego de su arreglo definitivo. Yo sé que ni siquiera había terminado de juntar los petates, cuando el tipo ya estaba parado, firme, y con cara de perro apaleado, junto a su bicicleta. ¡Dios mío!

Resumiendo, les digo que los calores internos y externos empezaron a hacerse notar en nuestros cuerpos. Mi amigo tuvo, en las siguientes cuatro horas, varias genialidades del estilo de las que acabo de contar. Por ejemplo, intentó hacer un torniquete con un repasador; procuró también estrangular con piola la cámara a ambos lados de la válvula, cortando así el flujo de aire en esa sección y por lo tanto, la pérdida. No contó con que también cortó la ganancia, ya que una vez armada la rueda, se dió cuenta de que no tenía forma de inflarla. Después, luego de conseguir una llave francesa en una estancia que vimos a la pasada -y en la cual dicho sea de paso nos atacaron unos canes- pasó la rueda pinchada para adelante y la sana hacia atrás, no sé bien con qué propósito. A no ser que fuera a intentar recorrer los casi cuarenta kilómetros que nos restaban haciendo "willing", no le encontré otra utilidad al trueque. En el medio, o sea en el espacio de tiempo que quedaba entre el fracaso de una idea y la ocurrencia de la siguiente, caminábamos. Y como lo que aquejaba a mi amigo ese día no era exactamente una tormenta de ideas, se podría decir que las caminatas resultaron ser bastante consistentes.
Ilustración: CASIANIMAL

Con la saladura que nos invadía temí por momentos hasta que se nos pinchara un zapato, miren lo que les digo. Y caminamos, y caminamos. Ahora que me doy cuenta, yo caminé de pelotudo nomas, porque mi bicicleta estaba en perfectas condiciones. También intentamos hacer dedo, pero no pasaba ni un gaucho tuerto en un petiso rengo. Nada. Y seguimos caminando. Cada vez que ibamos trepando un repecho nos alegraba la idea de que al llegar a la cima, íbamos a ver a la distancia la casa de mi tío Pirulo. Pero no sucedía. Sólo encontrábamos más subidas y bajadas en un infinito, ondulante y repetitivo, paisaje campestre.

Por allá pasó un lugareño en un pequeño camión Ford modelo 57 y nos arrimó hasta la estancia Las Margaritas. Según él, desde ésta hasta nuestro destino final, había unos 15 kilómetros. Bajamos entre agradecidos y desahuciados de aquel vehículo, y comprobamos que el paisaje no había cambiado en absoluto. La misma desalineada carretera de balasto; los mismos alambrados con los mismos nidos de hornero; las mismas nubes, el mismo sol y la misma lejanía. Fue en ese viaje que comprobamos a ciencia cierta con mi amigo, una máxima que nuestras agudas mentes habían sospechado desde siempre: no importa cuánto o cuan rápido uno avance, el horizonte se mantiene siempre a la misma distancia. ¡Sublime!

No lo es a simple vista, pero para nosotros fue una comprobación por demás reveladora y didáctica, que comenzamos a aplicar de ahí en más en cualquier orden de nuestra vida. Aprendimos así que para alcanzar objetivos o metas distantes, es mejor ir concretando objetivos o metas intermedias. Y en lo posible sólo, no con un amigo y su bicicleta destartalada que seguro no hará otra cosa que complicarte la travesía.

Como siempre me sucede, siento la necesidad imperiosa de ir redondeando este relato, porque estoy casi tan cansado como cuando lo viví. Solo les diré que después de Las Margaritas caminamos unos 5 kilómetros más. Luego subí a mi bicicleta y recorrí cual bólido los arenosos 10 kilómetros restantes en busca de ayuda vehicular. Volvimos con mi tío en su camioneta y recogimos a mi amigo, que a esa altura ya había abandonado su empresa caminatoria, y estaba cómodamente recostado en el pastito, a la vera del camino.

Aquel, apriori hermoso y tranquilo viaje que según nuestros cálculos debía culminar a las 9 de la mañana, lo hizo a las 4 de la tarde. Cansados, sucios, hambrientos y malhumorados, llegamos al fin a la estancia del tío Pirulo.

Fue en este accidentado viaje que nació el conocido dicho popular que reza:

      "DIME CON QUIÉN ANDAS Y TE DIRÉ CUÁNTO DEMORAS"

1 comentario:

Diga sin miedo lo que piensa, acá no hay censura de ninguna clase. Le sugiero igual que impere el respeto, en caso contrario difícil que pase.