Tenía
12 años recién cumplidos. Era la noche del domingo y al otro día, temprano, nos
volvíamos a Buenos Aires. Mis padres me habían dado algún dinero para gastar en
las tragamonedas, mientras ellos probaban suerte en otros juegos. El ruido ensordecedor
de voces y fichas, así como el humo asfixiante de los cigarros, volvían el
ambiente abrumador.
Casi
había agotado mis reservas cuando una niña, rubia, delgada y de piel blanca
como la luna, se paró a mi lado. Tenía un vestido hasta las rodillas color rosa
y unas caravanas con forma de estrellas. Entre tímido y confundido la miré y le
pregunté su nombre. Así, los ojos más verdes que jamás había visto me
devolvieron la mirada, y una voz dulce y suave como la miel me dijo: Celeste.
Luego
sonrió y me tomó de la mano. La suya y la mía pusieron, juntas, mi última
moneda en la ranura. Bajamos la palanca y las fichas comenzaron a caer en
cascada junto a la estridencia de luces y sirenas. Busqué alegre y sorprendido
la complicidad de su mirada y ya no estaba. Mis padres me levantaron en andas
entre carcajadas y gritos. ¡Había ganada una pequeña fortuna!
Solo yo sabía que
en realidad la había perdido.