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Ilustración cortesía de: CASIANIMAL |
Recuerdo que ese verano la energía eléctrica desaparecía a eso de las ocho, y ante la falta de ventiladores, televisión o radio -ni hablar de computadora o celular, aparatos que lejos estaban de inventarse- las calurosas noches de enero se estiraban hasta el infinito y se hacían eternas. Quizás sea sólo un efecto leudante de mi memoria, pero tengo la impresión de que en esa época las noches trinitarias eran realmente agobiantes. El aire no corría en absoluto y la respiración se volvía excesivamente dificultosa. Además de eso, eran bastante comunes las invasiones nocturnas de cascarudos negros -entre muchos otros insectos- los cuales le daban a las calles y veredas del pueblo, una apariencia definitivamente asquerosa. Ésto, además de los 40ºC de temperatura que calentaban los sesos casi hasta el punto de hervor, habían llevado nuestro umbral de tolerancia a niveles inusualmente bajos.