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lunes, 22 de septiembre de 2014

CUESTIÓN DE HUEVOS

Por Hernán Barrios

Ilustración cortesía de: CASIANIMAL
Fui a buscarlo apenas salí del liceo, ya con la sangre en el ojo. Hacía unos cuántos días que veníamos con el tema de los cortes de luz, y ya no podíamos contener más nuestra ira adolescente. De grande entendí que dichos cortes respondían a restricciones impuestas por el gobierno debido a la falta de lluvias, pero en ese momento yo estaba convencido de que se trataba de paros por reclamos salariales, de los trabajadores de UTE. Y a esa altura de la vida mi espíritu explosivo se revelaba casi instintivamente y sin el menor intento de análisis, ante cualquier tipo de injusticia, máxime si ésta me dañaba directamente.

Recuerdo que ese verano la energía eléctrica desaparecía a eso de las ocho, y ante la falta de ventiladores, televisión o radio -ni hablar de computadora o celular, aparatos que lejos estaban de inventarse- las calurosas noches de enero se estiraban hasta el infinito y se hacían eternas. Quizás sea sólo un efecto leudante de mi memoria, pero tengo la impresión de que en esa época las noches trinitarias eran realmente agobiantes. El aire no corría en absoluto y la respiración se volvía excesivamente dificultosa. Además de eso, eran bastante comunes las invasiones nocturnas de cascarudos negros -entre muchos otros insectos- los cuales le daban a las calles y veredas del pueblo, una apariencia definitivamente asquerosa. Ésto, además de los 40ºC de temperatura que calentaban los sesos casi hasta el punto de hervor, habían llevado nuestro umbral de tolerancia a niveles inusualmente bajos.

sábado, 20 de septiembre de 2014

SOBRE RUEDAS

Por Hernán Barrios


Ilustración: CASIANIMAL
Planeamos aquel viaje al menos durante dos meses. Recuerdo muy bien que el día anterior nos encargamos de juntar todos los adminículos que íbamos a necesitar. Yo soy un tipo precavido, pero mi amigo Antonio lo es más, por lo que juntos repasamos una y otra vez aquella extensa y detallada lista, que con tanta minuciosidad y cautela habíamos preparado.

Era abril y de los de antes, cuando en Semana Santa hacía frío en serio, por lo que nuestra indumentaria estaba acorde al clima. De abajo hacia arriba era algo más o menos así: botas, dos pares de medias, pantalón de jean con un deportivo Adidas (de los azules con tres rayas blancas en los costados) por debajo, camiseta gruesa de algodón, buzo "jogging", camisa de paño a cuadros grandes, rompevientos (para los de frontera afuera, esto vendría a ser un buzo de lana gruesa con un cuello alto), bufanda, guantes y gorro (también de lana). Los fieros birrodados que iban a tener la gentileza de soportarnos aquellos escabrosos 60 kilómetros hasta la estancia del tío Pirulo, habían sido puestos a punto en un taller mecánico. En nuestras mochilas, además de ropa extra, llevábamos provisiones para el viaje, que consistían en refuerzos de mortadela y manzanas. Eso sin contar una botella plástica con Jugolín de naranja que nos hidrataría, en el remotísimo caso de que por alguna razón nos tuviéramos que codear más tiempo del previsto, con el sol del mediodía. Y digo remotísimo, porque tratando de evitar dicha situación, fijamos como hora de partida las 4 de la mañana, para tratar de llegar a destino no mucho después de las 9. Por último, decidimos incluir en el equipaje un aparatoso inflador de pie (casi tan pesado como la bicicleta misma), y una linterna que muy gentilmente nos prestó el padre de mi amigo.

sábado, 13 de septiembre de 2014

EL FIN DE LA NIÑEZ

Por Hernán Barrios

Por algún motivo que desconozco -o que mejor dicho supongo pero que no me he tomado el tiempo de confirmar- tengo pocos recuerdos de mi niñez. Mi memoria de esos tiempos, digamos hasta los diez años, está cubierta por una especie de bruma que no me permite ver con definición suficiente, la mayoría de los episodios que en ese período de tiempo me ocurrieron. Sin embargo, algunos parecen haberse salvado -o al menos eso creo- de esa especie de miopía de la memoria, y se me presentan aún hoy, tan claros y nítidos como los de mi pasado más reciente. Este es el caso de la historia que voy a compartir hoy con ustedes, en la que narro lo que considero fue para mí, el fin de la niñez.

Yo tenía ocho años, o quizás alguno más. Vivíamos desde siempre -desde mí siempre- en la casa de la calle Rivera que pertenecía a mis abuelos maternos, y en la cual aún hoy vive mi abuela María. La casa da a la calle y tiene en su costado una entrada para vehículos, al final de la cual mi padre tenía su taller de carpintería.

domingo, 7 de septiembre de 2014

LO MALO DE SER VIEJO

Por Hernán Barrios

Ramón cumplió cien años de vida este agosto. Poca familia le queda, y poco esfuerzo hace además, en ir a visitarlo. Ahora, y desde que falleció su esposa hace ya unos cuántos años, su mundo gira en torno a los veteranos y veteranas del hogar.

Para tener un siglo sobre sus hombros, está bastante entero el viejo. Apenas si le hecha una mano a sus gastados huesos, un escuálido bastón que debe tener casi tantos años como ellos mismos. Y de la cabeza, clarito. Según él, el secreto está en no hacerse mala sangre por nada. "En la vida hay que hacer sólo lo que nos hace feliz, nada más"- responde sin dudarlo cada vez que le preguntan al respecto.

Quizás sea ese buen humor constante y esa forma tan positiva de ver la vida, lo que lo ha hecho un hombre querido y respetado, tanto en el hogar como en el pueblo todo. Tanto es así, que para su cumpleaños le organizaron entre muchos una gran fiesta, con orquesta de tangos incluida, sabedores de su pasión por la música típica.

Fue tanto el alboroto que armaron, que hasta el canal de televisión local se hizo presente en el evento. Ya casi al final de la fiesta, cuando quedaban pocos comensales y las fuerzas de la barra comenzaban a menguar, una joven periodista y su camarógrafo se acercaron a Ramón para hacerle una nota. Los atendió amable, como siempre.


  • Digamé Ramón, ¿qué es lo malo de ser viejo?_ preguntó la muchacha a quemarropas y quizás con exagerada liviandad.

  • Luego de pensarlo unos segundos mirando al suelo, como si la respuesta se escondiera debajo de alguna silla, Ramón la miró directo a los ojos y con mirada pícara le dijo:

"Lo único malo de ser viejo mija, es el recuerdo de haber sido joven"
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