Un lápiz. Eso fue lo que encontré en aquella caja. Pero no era un lápiz común, sino que era bastante robusto y de madera tallada. En ese momento no lo entendí, pero algunos años después pude darme cuenta de que era una especie de figura indígena lo que en relieve estaba tallado en aquel instrumento de escritura. De inmediato lo tomé con mi mano derecha y le quité el capuchón, que también estaba tallado en el mismo estilo.
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Sé que muchos dirán, al igual que la mayoría de las personas a las que he contado esta historia, que es un invento de niño. Y con el tiempo, con el paso de casi un cuarto de siglo desde el hecho, realmente hasta yo dudo de su veracidad.
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Recuerdo que un chorro de luz brillante de un azul intenso salió de aquel lápiz. De alguna manera y cuando pude darme cuenta, estaba casi inconscientemente haciendo trazos sobre un papel. Eran trazos que no entendía, más que nada porque no conseguía fijar mi atención en lo que estaba pasando. Era como si estuviera bajo los efectos de alguna clase de alucinógeno. Estaba consciente pero casi no tenía control sobre mi cuerpo. Solo veía esa luz azul que inundaba la habitación, y mi mano moviéndose autónoma sobre el papel. Mentiría si trato de afirmar con exactitud cuánto duró esa especie de transe, pero supongo que no más de unos cuántos segundos.
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En un momento abrí los ojos como si regresara de una larga siesta. Me encontré acostado boca abajo y con la cabeza hacia los pies de la cama. A pocos centímetros de mi vista, estaba la cajita de madera perfectamente cerrada y el misterioso lápiz dentro de ella. Cuando comencé a levantarme de mi posición, encontré bajo mi pecho una hoja de cuaderno con un dibujo en ella. Me sorprendí bastante, ya que para mí hasta ese momento, todo lo que recordaba había sido producto de un sueño vespertino. El dibujo, si bien estaba hecho con trazos bastante gruesos y simples, era demasiado bueno como para haber sido hecho por mí. Y por sobre todo, transmitía muy claramente lo que allí estaba expresado.
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Tita y Alfonso eran dos vecino ancianos que vivían justo frente a nuestra casa, y que se sentaban todas las tardes en la vereda a tomar mate dulce. Vivían en ese lugar desde hacía 50 años y eran muy queridos en el vecindario. Para mí, eran parte del paisaje, ya que los había visto sentados en sus sillas de madera y mimbre, desde que tenía uso de razón.
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El dibujo era concreto. Tal vez aún más porque era una imagen que había visto desde siempre. Una ventana a la calle y un viejo zaguán que no podían ser otros que los de la casa de Tita y Alfonso. Una mesita plegable sobre la cual se distinguían claramente mate, termo y azucarero. Don Alfonso recostado en su silla y luciendo su clásica e inseparable boina vasca. Y por último, la silla de doña Tita vacía y sobre la cual se distinguían un número y una letra: 3F.
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Algo contrariado, doblé el dibujo en varias partes y saliendo del cuarto lo fui a guardar entre mis cosas.
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Pasé el resto de la tarde jugando en la calle con mis amigos, y no fue sino hasta la mañana siguiente, cuando mi madre me despertó muy temprano para decirme que me tenía que quedar sólo con mi hermana por un rato, que volví a recordar aquel dibujo. "Falleció doña Tita"- me dijo. "Tu padre y yo vamos al velorio".
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Doña Tita había fallecido temprano esa mañana del 3 de febrero, de un fulminante ataque cardíaco.
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Mis visitas vespertinas a la pieza de las tías se fueron haciendo cada vez más esporádicas, hasta que un día, producto supongo de mi natural distanciamiento de las pequeñas grandes cosas que hacen mágica a la niñez, se esfumaron para siempre.