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miércoles, 21 de mayo de 2008

HUEVOS

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Fui a buscarlo apenas salí del liceo, ya con la sangre en el ojo. Hacía unos cuántos días que veníamos con el tema de los cortes, y no podía contener más mi ira adolescente. De grande entendí que los cortes de luz que estábamos padeciendo respondían a restricciones impuestas por el gobierno debido a la falta de lluvias, pero en ese momento yo estaba convencido de que se trataba de paros por reclamos salariales de los trabajadores de UTE. Y ya a esa altura de la vida mi espíritu rebelde se revelaba casi instintivamente ante cualquier tipo de injusticia, máxime si ésta me dañaba directamente.
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Recuerdo que ese verano la energía eléctrica se iba a eso de las 20hs., y ante la falta de ventiladores, televisión y radio, las calurosas noches de enero se estiraban hasta el infinito y se hacían eternas. No sé si es solo mi impresión, pero en esa época las noches Trinitarias eran realmente agobiantes. El aire no corría en absoluto y la respiración se volvía excesivamente dificultosa. Además de eso, eran bastante comunes las invasiones nocturnas de cascarudos negros, los cuales le daban a las calles y veredas del pueblo una apariencia realmente asquerosa. Esto, además de los 40 Cº de temperatura que calentaban los cesos más que los sexos, habían llevado mi umbral de tolerancia a niveles inusualmente bajos.
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Cuando llegué, mi amigo Antonio tenía todo medio cocinado. En su casa había algunas gallinas ponedoras que estoy seguro intrínsecamente estaban absolutamente dispuestas a darnos una mano. Hicimos una furtiva expedición al gallinero, y como siempre fuimos respetuosos de más de las pertenencias ajenas, incluso de las de origen animal, tomamos prestada tan solo media docena de huevos. Además, los flacos bolsillos de nuestro veraniego traje delictivo, no tenía espacio para mucho más.
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Eran algo así como las 9 de la noche y la ciudad ya estaba sumida en la más completa oscuridad. La hora pactada para el asalto eran las 12. Vale la pena aclarar que en pueblo chico y en día de semana, a esa hora el movimiento callejero es mínimo. Todo estaba cuidadosamente estudiado. Habíamos colocado tres huevos en cada bolsillo. Las bicicletas estaban estacionadas contra el muro que da a la calle y en posición de ataque. Ropa oscura para un mejor camuflaje. Repasamos el recorrido de llegada y el de retirada una y otra vez, así como la primera pasada, que sería tan solo de reconocimiento. Analizamos posibles eventualidades. Teníamos plan B, que básicamente consistía en abortar la misión. Estaba todo. Nada podía salir mal.
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Fueron las tres horas más largas de le época, pero al fin, el momento llegó.
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Nos subimos cada uno a nuestra bicicleta y comenzamos a desandar algo nerviosos, las en ese momento casi invisibles diez cuadras que nos separaban del objetivo. Con cada una recorrida disminuía nuestra cuota de valor pero igual, dándonos mutua fuerza, seguimos adelante. Al fin, nuestro destino estaba a la vuelta de la esquina. El plan era pasar muy rápido por el lugar, para poder así llevar a cabo nuestra misión sumidos en el más profundo anonimato. Hicimos la primer pasada de reconocimiento y comprobamos que todo estaba tranquilo. Dimos la vuelta a la manzana y parados en los pedales, arremetimos sin pensarlo contra el edificio público.
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Convertidos en dos bólidos silentes recorrimos en pocos segundos los escasos 30 metros que nos separaban del objetivo con los huevos en la mano. Mi corazón latía rápido y mis dedos estaban sudorozos, al tiempo que mi amaestrada cabeza sentía con fuerza, incluso en éstos últimos instantes, la presión de estar haciendo algo socialmente incorrecto. Pero ya era tarde para arrepentirse. Mi mano derecho estaba en ese momento, luego de un violento y casi instintivo envión, liberando los ovocigótivos proyectiles que surcaron el espacio con sed de venganza. Fueron solo unos instantes de confusión y luego, el silencio.
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Fue no menos de una semana lo que tardamos en atrevernos a volver a pasar por el lugar por miedo a que alguien nos hubiera visto, y cuando lo hicimos, ya ni rastro había de los huevos sobre la fachada de aquel sitio. Pero de que dieron en el blanco, estoy seguro; al menos los míos.
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Recuerdo que pasamos con mi amigo el resto del verano banagloriándonos de nuestro heroico y justiciero acto. Luego de éste, ya no nos importaron más los cortes de luz, que porsupuesto se siguieron sucediendo noches tras noche, ya que nosotros habíamos enfrentado al poderoso enemigo de igual a igual, como nadie en el pueblo se había atrevido a hacerlo; a huevazo limpio.
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Podríamos decir que fue una experiencia por demás liberadora.

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