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domingo, 30 de marzo de 2008

CARTA A UN AMIGO



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Era diciembre, eso es seguro. Lo que no recuerdo exactamente es el año. Puede haber sido en el 96. Sí, es muy posible que haya sido ese año cuando llegó a mi vida. Cómo pasa el tiempo amigo. Sé que es una frase repetida, pero parece que fue ayer que la tuve por primera vez en mis brazos. Era tan linda, delicada, fresca. Fue verla y no dudé un momento en que tenía que ser mía. No cabía otra posibilidad.

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Pero para que te ubiques, todo empezó un tiempo antes. Quizás por junio o julio del año anterior. La soledad –y me refiero a la ausencia de afectos- habían empezado a calar hondo en mí. En realidad, vos bien sabes que el ausente era yo, pero para el caso es lo mismo. El destino y yo lo habíamos querido así y ahora no había otra que seguir adelante. Viste como es amigo, una vez que uno decide algo, casi por orgullo no hay que echarse atrás. Al menos por un tiempo prudencial. Y ahí estaba yo. Solo. Gente por todas partes, pero solo. Creo que era justamente ese conglomerado de personas, esa multitud de rostros desconocidos, ese bullicioso enjambre de almas comunes y ajenas, lo que ponía indefectiblemente de manifiesto mi enorme insignificancia y mi soledad. Una soledad áspera y fría. Una soledad enorme. Tan enorme e ingrata como la vida misma. Era una soledad ácida, amarga y seca que lo cubría todo. Incluso mis sueños, mis días, mis noches. Me seguía a todas partes como mi sombra.

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Vos sabes que al principio me perturbaba bastante. No te voy a decir que no me dejaba dormir pero casi. Pero tanto anduvo conmigo; tantas cuadras caminamos juntos; tantas calles, tantos semáforos, tantos ómnibus, que casi te diría que me acostumbré a su compañía. Tanto es así que ahora que no la tengo, cada tanto, en un esfuerzo emocional que me obliga a escurrir el alma, la traigo aunque sea por un rato a mi lado. Porque en el fondo es buena. Te enseña. Te hace crecer. Te hace valorar esas pequeñas cosas que generalmente pasan inadvertidas. Te hace más observador y más astuto. Te tira letra para vivir la vida. Y ahora que me acuerdo, hace rato que no la invito a pasar un rato conmigo. Quizás el domingo la invoque, voy a ver.

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Pero a lo que iba. Carola se llamaba. No ella, sino la que astuta y sagazmente me le presentó. Me conocía bastante y sabía que nos íbamos a gustar. Y así fue. No te voy a decir que fue amor a primera vista, pero sí a segunda. ¡Sabes que no recuerdo exactamente dónde fue! ¡Qué memoria la mía, amigo! Creo que fue en lo de Carola. Sí si, seguro que fue ahí donde podría decirse que, literalmente, me la entregó. Aunque no suene muy fino, fue así. Y hubimos varios culpables. Yo, que dejé que me la entregara sin oponer la más mínima resistencia, y ella que bajo las mismas condiciones se dejó entregar. Y bueno amigo, así es la vida. Pero todo bien, nada forzado. Ahora recuerdo mejor, era de tarde, como a las cuatro quizás. Me invitó a su casa no sé con qué excusa y yo fui.

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Recuerdo a su madre y a su perra, ambas en la cocina. Me parece verla. Estaba amasando algo. Pizza quizás. Me refiero a la madre, claro. No te quiero confundir amigo. Ana se llamaba y era media pesada. Menos mal que casi siempre estaba en el patio, donde tenía la cucha. Hablo de la perra, verdad. En realidad, nunca nos llevamos muy bien, aunque la pizza le quedaba buenísima. Pero te estaba contando de esa tarde. Cuando llegó y saludó ya noté algo extraño en el aire, aunque en ese momento no le di importancia. ¿Podes creer que la muy chiquilina la tenía escondida en el cuarto? Qué bobada ¿no? Cuando apareció con ella, tuve que hacer un esfuerzo para que no se me notara la exaltación –por no decir otra cosa- ya que era realmente hermosa. En realidad, era una belleza rara, exótica. Era una mezcla perfecta entre asiática, europea y criolla. No sé bien como explicarte, amigo. Lo que sí se es que me gustó de entrada, y creo que a ella le pasó algo parecido. Salimos esa misma noche, como lo haríamos tantas veces más. Esa primera vez, como para que no quedara tan brusco, salimos los tres. De todas maneras, y sé que no queda muy bien decirlo, esa noche se quedó en casa. Te lo cuento a vos amigo, porque sé que va a quedar entre nosotros, y además porque ya ha pasado mucho tiempo. Sabes que de otra manera no lo haría. Vos ves que he esperado bastante tiempo para contártelo.

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Sé que debes estar esperando que te cuente cómo era físicamente, ¿no? Bueno, qué te puedo decir. Era más bien pequeña, aunque perfectamente proporcionada. Era de rasgos muy delicados. Morocha, aunque creo que tenía tinta. Tenía una voz muy suave y dulce. Ya en un terreno más íntimo, te diré que era muy suave al tacto. Sé que te vas a reír pero era así. Suave pero firme. Y con todo en su lugar, eso sí. Curvas perfectas. Y cintura de avista, como se suele decir. Simplemente hermosa.

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Y bueno. Empezamos a andar juntos para todos lados. Recuerdo que habíamos empezado a ir a un boliche allá por San Telmo. ¿Ubicas? Barrio arrabalero si los hay. Y el boliche estaba en la misma línea. Nos gustaba mucho ese lugar. Incuso más de una vez subimos juntos al escenario y todo. Y así fue pasando el tiempo.

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Pensar que han pasado como 12 años amigo, y seguimos juntos. ¿Quién lo diría no? Ahora que lo menciono, no me quiero olvidar que el lunes tengo que ir a comprarle un encordado nuevo, porque el que tiene está hecho pelota.

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Abrazo.

martes, 18 de marzo de 2008

ANÍBAL

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“Lo que voy a contar a continuación, le ocurrió hace algunos años a un amigo al que llamaremos Aníbal, y nos muestra cómo algunas veces, el destino confabula en contra de aquellos que por alguna razón, intentan pasarse aunque sea momentáneamente, a la socialmente prohibida senda de la infidelidad”.

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Aníbal tenía en ese momento 24 años, un trabajo estable y una novia formal a la que llamaremos Ana. Vivía en un amplio apartamento del centro de la ciudad junto a su hermana, una amiga de ésta y un amigo de él. Entre los cuatro se las arreglaban bastante bien para costear los gastos del apartamento, y se podría decir que la convivencia era buena.

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Todo comenzó una cálida tarde de octubre cuando Aníbal regresó de su trabajo, a eso de las seis. Subió los dos pisos que lo llevaban hasta el apartamento con su bicicleta al hombro, tal cual lo hacía siempre. Ya antes de entrar, y una vez parado frente a la puerta del mismo, creyó escuchar, proveniente del interior, una voz femenina que le resultó desconocida. Introdujo la llave en la cerradura y giró el picaporte con una decisión tan inusual, que incluso a él le resultó extraña. Por alguna razón que según sus propias palabras nunca pudo explicar, Aníbal había ido ese domingo a su trabajo en un conocido comercio de la zona de Punta Carretas, mucho mejor vestido que lo habitual. Esto es, camisa blanca, pantalón de vestir color beige y zapatos negros. Era un correcto sport y por cierto mucho más elegante que las rotosas bermudas de jean y chinelas, con las que solía andar.

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Abrió la puerta y pudo ver, mientras maniobraba para introducir su birrodado en el apartamento y refugiado tras una deliberada y aparente indiferencia, a Sandra, la amiga de su hermana, dialogando muy animadamente con una compañera de trabajo. La conversación se detuvo momentáneamente, seguramente sorprendidas por la impetuosa entrada de mi amigo, dando paso a un tímido “hola” y a dos miradas disparadas como dardos hacia él, para luego continuarse como si nada hubiera sucedido. Mi amigo colocó la bicicleta sobre una de las paredes del living, y aún falsamente parapetado en la trinchera de la indiferencia, la cual construyó en fracciones de segundo inmediatamente después de abrir la puerta, siguió hacia su cuarto. Ya a sus 24 años la vida le había enseñado a fuerza de ensayo y error, que es como fija sus lecciones generalmente, que muchas veces es bastante más efectiva a la hora de llamar la atención de una dama, una respetuosa indiferencia, que una afectuosa presentación.

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Ella se llamaba Andrea y tenía 18 años recién cumplidos. Era menuda aunque bien formada; tenía ojos color café, pelo negro muy largo que usaba generalmente suelto, y un rostro con rasgos atractivamente indígenas. No hacía mucho que había empezado a trabajar junto a Sandra en una conocida panadería también Punta Carretas, y había pasado a tomar unos mates con ésta, para luego ir juntas a trabajar.

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Según lo confesado al día siguiente por Sandra a mi amigo, el flechazo fue explosivamente certero. Andrea había quedado irremediable e instantáneamente atraída por aquel indiferente y bien vestido muchacho, desde el momento mismo que puso un pié en el apartamento. A partir de ahí, y durante toda la jornada laboral, él se convirtió en tema recurrente y casi exclusivo de conversación. A tal punto, que movida por un irreverente desprejuicio que –lamentablemente- solo a esa edad se puede tener, Andrea insistió para ir nuevamente al otro día a tomar mates con Sandra.

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Al día siguiente, y puesto mi amigo al corriente de lo que estaba sucediendo, Aníbal y Andrea volvieron “casualmente” a encontrarse a la misma hora y en el mismo living. Pero esta vez, mi amigo le bajó varios grados al termostato de su indiferencia y Sandra, en un acto seguramente acordado con anterioridad con Andrea, tuvo que ir inesperadamente al baño y tardó en volver bastante más de lo habitual. Este tiempo libre, que duró no menos de diez minutos, fue suficiente para intercambiar nombres (acto que sólo fue un formalismo, ya que gracias a Sandra, ambos sabían ya el nombre del otro), teléfonos; hacer alguno que otro chiste pasajero como para romper el hielo, y hasta para arreglar una salida.

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El marco sentimental previo que rodeaba a los dos personajes de esta historia era el siguiente. Como ya fue mencionado, Aníbal estaba de novio con Ana hacía algo así como dos años y a la cual veía solo los fines de semana. Por otro lado, Andrea tenía una relación con un chico que jugaba al fútbol en un equipo brasileño, y al cual veía más o menos cada tres meses. No sé lo que habrá pasado por la cabeza de cada uno de ellos en el momento de concertar una cita, pero me da a pensar que la vida, el destino, Cupido o quien fuera, estaba realizando su mejor esfuerzo para lograr que estas dos personitas comieran irremediablemente, de la atractiva fruta de la infidelidad.

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El encuentro era un miércoles. No se habló de cine, de ir a cenar, ni de nada de eso. En realidad no se fijó ninguna actividad concreta para rellenar aquel encuentro, pero seguro que cada uno de ellos sabía hasta dónde estaba dispuesto a llegar. Y presumo que de las dos partes, esta disposición incluía sábanas.

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No estoy al tanto de cómo se preparó ella para la velada, pero sí de cómo lo hizo él. Su día libre era justamente el miércoles, así que Aníbal tuvo todo el día para planear cada detalle del encuentro. Y no solo eso, sino que se encargó también de cuidar cada detalle de lo que sería su primera infidelidad, para no dejar ningún cabo suelto que comprometiera su actual relación. Ya el día anterior puso sobre aviso a su novia de que a la noche siguiente iba a tener un asado en la casa de un amigo, que seguramente se iba a ir hasta muy entrada la madrugada. Cubierto ese flanco, dedicó luego toda su atención a preparar con lujo de detalles, el futuro encuentro nocturno. El día lo dedicó al aseo de la ropa que iba a usar; a averiguar telefónicamente precios de moteles; a tener claro qué transporte los podía llevar rápidamente hasta el lugar (ya que la vida también le había enseñado que un instante de duda o cavilación puede ser suficiente, para que una dama desista de su intención de entregarse); lugares alternativos para tomar alguna bebida alcohólica, como para aflojar posibles tensiones y expulsar miedos imprevistos; comprar los adminículos necesarios y obligados en un encuentro de esas características, y demás. Si algo no se le puede negar a mi amigo Aníbal, es el hecho de ser un tipo tan previsor como ordenado. Con todos los detalles previos absolutamente cubiertos, comenzó, faltando aún un par de horas para las diez de la noche, hora a la que quedaron de encontrarse, su arreglo personal.

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Baño, absolutamente esmerado. Esta vez la esponja llegó a rincones de su anatomía de los cuales, generalmente, solo pasaba cerca. Rasuramiento facial, a fondo. Talco; mucho desodorante; ropa interior en buenas condiciones; medias limpias y sin agujeros; y el peinado. A sí, el peinado ocupó bastante más de lo presumible para un hombre, y para la cantidad de pelo que éste ostentaba. Cada pirincho fue meticulosamente colocado en el lugar elegido, y dejado allí a fuerza de gel. Una vez que las labores bañísticas estuvieron completas, partió raudo, ante la atónita mirada tanto de su hermana como de Sandra, hacia la sección vestuario a realizarse en su cuarto. Cerró con vehemencia la puerta tras él y miró el reloj. Tenía tan solo treinta minutos para vestirse y llegar al lugar convenido, que por cierto no estaba demasiado cerca.

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Como la ropa que tenía pensado usar esa noche ya estaba pronta y extendida sobre la cama desde temprano de la tarde, el vestirse no le llevó mucho tiempo. Un vaquero de jean nuevo; una camisa planchada y con onda (valga la aparente contradicción), y unos championes o zapatillas que reservaba solo para oportunidades especiales. Luego los accesorios: la cadenita con el crucifijo; la pulsera de plata con su nombre; la billetera con los enceres necesarios; el reloj de pulsera que marcaba las 9:45 y mucho, pero mucho perfume. Estaba listo. Inspiró profundamente. Liberó lentamente el aire de sus pulmones. Y tomó, con la misma decisión y bravura que aquella tarde lo habían llevado a donde estaba ahora, el picaporte de la puerta. Tiró con fuerza, y pasó exactamente aquello que ni en sus peores vaticinios hubiera imaginado. El picaporte se quedó en su mano, absolutamente divorciado de la puerta.

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Lo miró por un instante que pareció eterno, como pidiéndole por favor que volviera a colocarse en su sitio y cumpliera con su cometido, o sea abrirla. Pero esto no sucedió. Se había quebrado muy dentro de ésta y no había manera de repararlo, ni momentánea, ni definitivamente. Aún aturdido por el “shock” que el inusual evento había provocado en él, llamó a su hermana. Esta intentó abrir la puerta desde fuera, pero tampoco se podía. El mecanismo estaba absolutamente destartalado. También fueron vanos los intentos de las chicas de usar un destornillador, un cuchillo de mesa y varios objetos punzantes más. Nada funcionaba. A esa altura Sandra, quien sin Aníbal saberlo estaba al tanto de su inminente y furtivo encuentro con Andrea, no aguantó más la tentación y comenzó a reírse como nunca. En lugar de ayudarlo, se iba hasta el piso en desmesurados ataques de risa que no podía controlar. Cuando contó a la hermana de Aníbal lo que realmente estaba sucediendo, ya eran dos a reírse, y el pobre tipo, absolutamente entregado, no hacía otra cosa que mover su cabeza de un lado para el otro en un claro signo mezcla de incredulidad y resignación, sentado en su cama. Nada pudo sacarlo de allí. Nada, salvo el cerrajero, que llegó al otro día a eso de las 8 de la mañana, rompió la bendita cerradura, y le cobró un ojo de la cara.

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No sé si Aníbal y Andrea habrán consumado otro día su tan accidentado encuentro. Lo que sí se, es que muchas veces y por más que las planifiquemos, las cosas no salen como queremos. Máxime cuando se trata de querer pasarnos de listos, y hacerle una zancadilla a la lealtad y a la confianza que otra persona deposita en nosotros. Y si no, pregúntenle a Aníbal.

domingo, 9 de marzo de 2008

27 DIAS


Cuentan los entendidos que el verdadero amor dura para siempre. Alguien un poco menos optimista y seguramente más realista, sentenció que “el amor es eterno mientras dura”. Y yo que a duras penas puedo imaginar una desalineada definición de la palabra amor, tengo ganas de sugerir que en realidad, el único amor que dura para siempre, es el que no se concreta. El que se queda con las ganas de ser. Aquel que no encuentra dos almas con cuerpo que lo lleven a la práctica. En definitiva, el único amor que sigue siendo amor, es el que se mantiene en estado puro, espiritual y etéreo.

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Y también se me antoja decir que no importa cuanto dure. Un veterano despeinado dijo por ahí que el tiempo es relativo. Cuánto más relativo será entonces, si hablamos de un estado del alma. Da lo mismo que dure un instante o que dure una vida. Fue amor lo que te inyectaron esos ojos que miraste y que te miraron un segundo, desde la ventanilla de un ómnibus; esos en los cuales pensaste noche tras noches durante tanto tiempo y a los que jamás volviste a ver. Y fue también amor lo que sentiste desde primero hasta sexto de escuela por ese compañero/a de clases, al cual nunca te atreviste a mirar a los ojos.

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Es amor, claro que es amor. No importa el tiempo. No importa la edad. No importa el momento. Es amor y es eterno. Porque afortunadamente para él, nunca se bajó de su nube. Se mantuvo ahí, expectante y suplicando que no lo hicieran caer en picada, los complicados y enmarañados laberintos amorosos de los seres humanos.

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Este que les voy a presentar, fue un amor de esos. Un amor que no fue. Un amor que se quedó en el intento. Un amor que se debatió entre la tierra y el cielo por 27 días y que tuvo como principal aliada, la ausencia.

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27 DÍAS DE CUENTOS DE HADAS

27 NOCHES DE FRÍO Y CALOR

27 DÍAS DE CARTAS MARCADAS

27 NOCHES DE HISTORIAS DE HORROR

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27 DÍAS DE NOCHES DE LUNA

27 NOCHES TRATANDO DE VER

27 DÍAS DE DIOSA FORTUNA

27 NOCHES DE LUNAS DE MIEL

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27 DÍAS DE ANDAR SOLITARIO

27 NOCHES DE PENSAR EN DOS

27 DÍAS DE MORIR A DIARIO

27 NOCHES DE LLORAR POR VOS

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27 DÍAS DE TIERRA DE NADIE

27 NOCHES DE HUMO Y HOLLÍN

27 DÍAS DE CANAS AL AIRE

27 NOCHES A PURO JOAQUÍN

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27 DÍAS DE ALMAS SIN RUMBO

27 NOCHES QUERIENDO VOLAR

27 DÍAS BAJO EL GRAN DILUVIO

27 NOCHES DE JUEGOS DE AZAR

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27 DÍAS DE GUANTES DE SEDA

27 NOCHES DE MENTA Y LIMÓN

27 DÍAS DE TOQUE DE QUEDA

27 NOCHES SIN FUEGO Y PASIÓN

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27 DÍAS CONTANDO OVEJITAS

27 NOCHES TEMIENDO UN ADIÓS

27 DÍAS LA PRÓXIMA CITA

27 NOCHES HABLANDO CON DIOS

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27 DÍAS DE BALAS PERDIDAS

27 NOCHES CARNE DE CAÑÓN

27 DÍAS CAUTERIZANDO HERIDAS

27 NOCHES BAJANDO EL TELÓN

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27 DÍAS DEGUSTANDO EXCUSAS

27 NOCHES FRENANDO EL RELOJ

27 DÍAS MIRADAS INTRUSAS

27 NOCHES DE LABIOS SIN VOS

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27 DÍAS CON SEIS ROSAS ROJAS

27 NOCHES DE COLOR AÑIL

27 DÍAS YA CAEN LAS HOJAS

27 NOCHES DE UN DÍA DE ABRIL

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27 DÍAS QUERIENDO OLVIDARTE

27 MESES SINTIENDO LLAMARTE

27 AÑOS Y AÚN NO APRENDÍ.

TENGO EL CORAZÓN EN 27 PARTES

SUFRÍ POR AMOR SIN PODER LLAMARTE

27 VIDAS VOY A ESTAR SIN TI.

domingo, 2 de marzo de 2008

LA PLAZA


Las plazas de los pueblos y ciudades del interior del país son mágicas. La lógica irracional sobre la cual se fundamenta tan tajante afirmación, tiene seguramente amarras en un compilado gigante de recuerdos provenientes, fundamentalmente, de mi adolescencia. Cierro los ojos y me instalo mentalmente en aquellos años y en aquella plaza, y mi conciencia se puebla inmediatamente de imágenes a todo color de caras de personas que en su mayoría no he vuelto a ver, de sonidos de canciones de moda y de olores que traen de la mano, recuerdos maravillosos.

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La plaza de mi pueblo tiene determinados rincones y objetos que hacen a su esencia y son marco de cada historia allí vivida. Uno de ellos puede ser una gran estatua de Artigas (nuestro prócer) ubicada sobre la acera sur, justo frente a la Iglesia;otro, una hermosa fuente con chorros de agua en el centro; grandes canteros con verde césped y flores y los típicos bancos de madera esparcidos todo alrededor de ella. Con eso nos bastaba para que en aquel cuadrado de piso de baldosones de granito, girara nuestra vida de adolescentes.

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Mis púberes pies se atrevieron a cruzarla por primera vez en plan mayor a los 14 años, camino a mi primer baile en el Centro Democrático. Una extraña sensación que se debatía entre miedo y alegría acompañó cada uno de los pasos que di sobre ella. ¡Ya era grande! Había ido desde siempre a aquella plaza, pero acompañado por mis padres o mis tías. Ahora era diferente. Andar solo sobre ella era sinónimo de independencia y libertad. A partir de ese momento me hice abonado y no dejé de visitarla hasta que mi barco puso proa hacia otras tierras. Pero qué era de aquella plaza lo que generaba aquel mágico magnetismo, no lo sé. Supongo que era yo mismo, y nada más. Presiento también que mis fluidos hormonales corriendo en torrentes por cada fibra de mi cuerpo, tenían algo que ver en toda esta cuestión. La cosa es que los viernes y sábados de noche, estábamos ahí. Y las mateadas de los domingos por la tarde, eran sagradas. Si hasta me parece verme sentado en uno de los petisos muros internos con algún amigo, haciendo la previa para ir al baile y creyendo divisar a la distancia y entre la multitud, la barra de la chica que me gustaba. Y luego, agudizar más la vista par verla a ella puntualmente. No era tarea sencilla, ya que el sistema lumínico de la época no colaboraba para nada en tan loable misión. De todas maneras, generalmente el resto de nuestros sentidos estaban dispuestos a echarnos una mano, sensibilizados al máximo por grandes impulsos testosterónicos propios de la edad. Luego, cuando pasaba frente a nosotros, ni una palabra. Y bueno, a pesar de las hormonas y todo eso, era tímido. Después estaba la típica vuelta a la plaza –que en realidad eran varias, por no decir muchas- en un incesante pavoneo también propio de la edad, procurando ver y a la vez ser visto. Era como un desfile de modas pero en cuadrado y en patota, o al menos en dúo. Francamente, yo no era muy afín a esta costumbre pueblerina, quizás porque mi baja autoestima de la época me decía que no había mucho para mostrar, pero igual seguía a la manada.

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Mas adelante y ya un poco más creciditos, optamos por abandonar la clásica vuelta y atrincherarnos en un banco –en lo posible siempre el mismo- el cual estaba estratégicamente ubicado de tal forma que nos permitiera conseguir de igual manera, los objetivos antes mencionados. Ya más grandes, alrededor de los 17, este mismo banco pasó a llamarse formalmente el “banco de las filosofaciones”, dando lugar a toda clase de interminables charlas sobre la vida, el amor y la mar en coche. En él tejimos las más rebuscadas estrategias para lograr que la chica que ocupaba nuestros sueños en ese momento, supiera lo que sentíamos por ella. Nuestro grado de valentía hacía impensable un encare directo, así que todo se trataba de conseguir por tabla, involucrando a terceros y cuartos, y confiando en que el azar, la casuística y los dioses estuvieran siempre de nuestro lado cosa que por cierto, rara vez sucedía. Si bien el tema féminas ocupaba entre un 50 y un 95 % de nuestras charlas, dependiendo de la época del año, también supimos sacarle lustre a muchos otros, como el futuro, el destino, los estudios, la música y más. Era una época de preparación para la vida. De responsabilidades simuladas. De pasos cortos y sueños largos. No sentíamos la asfixia que trae consigo luego, la vida de adulto y teníamos la liviandad que a esa edad otorga, el no depender de uno mismo.

.El tiempo siguió pasando y vino luego la etapa de volver a andar de a dos en la plaza, pero ya no siempre con amigos. Se agregaba así a la sensación de libertad, la del corazón casi escapando del pecho al sentir aquella mano tibia y suave, aferrada a la nuestra. Aunque a los amigos no se los dejaba así nomás; los sábados de noche era de novios y los domingos de tarde, mateada con amigos.

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La vida en la plaza fue maravillosa. Costó abandonarla tanto como de niño a aquel juguete preferido. Nos aferramos a ella tanto como pudimos porque sabíamos que dejarla, era darnos de lleno con la vida real. Nos resistimos, pero al final lo tuvimos que hacer. Teníamos caminos que seguir y sueños que cumplir. Y desafortunadamente, cada uno de los caminos no hacía otra cosa que alejarnos de ella más y más. Ahora todo lo que nos queda es el sabor dulce de las cosas en ella vividas y el amargo de las que no nos atrevimos a vivir. La dulce tibieza de aquellos labios besados y la insípida incógnita de aquellos que ni siquiera nos atrevimos a mirar.

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La plaza nos preparó para la vida. La plaza, es la vida misma.