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La temperatura era ideal. Los días eran calurosos pero no agobiantes, y las noches suaves y cálidas. Las nubes de febrero habían emigrado continente arriba en busca de emociones, y el translúcido azul del cielo hacía ya varios días que había llegado para quedarse. A eso de las 9, cuando el sol se desgranaba en miles de estrellas, una suave y dulce brisa nocturna nos acariciaba los cuerpos aún calientes, después de un ajetreado día de playa. El río había caído ese mes, a falta de vientos, en un letargo casi permanente del cual salía, solamente, ante la invasión de miles de acalorados bañistas que en tropel se lanzaban a sus aguas, buscando refugiarse de los filosos rayos del sol, para luego volver, apenas entrada la noche, a retomar su sereno reposo.
.El camping estaba completo. A un lado y otro de nuestro campamento y entre los árboles, se extendía una ciudad multicolor de carpas y vehículos que llegaba hasta donde la vista lo permitía. Había familias completas que iban a pasar el mes entero; parejas entusiastas en los albores de su relación, buscando intimidad para hacer el amor dentro de una pequeña carpa y lejos de sus familias, como si se acabara el mundo; barras de amigas; grupos de estudiantes; y también alguna que otra alma solitaria. La variedad era amplia, pero todos teníamos algo que nos envolvía y unía al mismo tiempo: una enorme sensación de paz y tranquilidad. En definitiva, la alegría de vivir que lamentablemente, salvo contadas ocasiones, solo saboreamos cuando estamos de vacaciones.
Era jueves, y esa tardecita me había bañado algo más tarde que el resto. Volví sólo de las duchas, y mientras el resto de la barra ya se encontraba junto al fuego, me interné en la carpa con la sublime misión de vestirme y peinarme. De pronto, un furtivo alboroto de voces femeninas, anunció la llegada de un pequeño grupo de compañeras que volvían de comprar algunos víveres para la cena. Al mismo tiempo pude escuchar cómo mis compañeros daban la bienvenida, a alguien que las chicas acababan de conocer, y que habían invitado a acercarse el campamento. Era una chica, no cabía duda. “Ella es Verónica”-alcancé a oír decir a una de mis compañeras. Dediqué algunos minutos más de lo habitual al peinado de esa noche, y luego salí intrigado, a reunirme con el resto de la barra alrededor del fogón.
Que era bonita, no cabían dudas. Pero a su vez dentro de ese contexto, dos características me resultaron especialmente atractivas. La primera, sus ojos. Eran grandes, negros, luminosos, y extrañamente melancólicos. La segunda, un par de simpáticos hoyuelos en su cara, que daban a su rostro y especialmente a su sonrisa, una perfecta combinación de inocencia y picardía. Era simpática y extrovertida, por lo que no tuvo problemas para integrarse a la reunión. Pero el tímido era yo, y como encima llegué tarde a la presentación formal, me tuve que conformar con una hola casual que no me dejó para nada, en una buena posición de arranque.
Para llegar al lugar del baile, tuvimos que atravesar todo el camping y luego, por un sendero zigzagueante y poco iluminado, un monte bastante grande que hay cerca de él. Salimos todos juntos del campamento, pasamos a buscar a Verónica, y seguimos viaje hacia el boliche. En el camino, y supongo que gracias a esa magia que estoy convencido se produce en vacaciones y en verano, como por ósmosis nos fuimos retrasando de la barra y caminamos juntos, unos cuántos metros más allá. Las miradas se fueron haciendo cada vez más cómplices y sensuales, y los temas de conversación se fueron resumiendo hasta quedar instalados en uno, el amor. Buscábamos cualquier excusa para lograr contacto físico; un sutil cachetazo en mis mejillas, un tironcito de sus negros y largos cabellos, un golpecito en el brazo, y hasta un exhaustivo e interesado escrutinio de un anillo de coco que llevaba en su mano derecha, (el que por cierto, no me interesaba en lo más mínimo); luego de éste análisis dactilar, las manos no volvieron a separarse y siguieron juntas hasta el boliche, arrastrando con ellas a sus respectivos dueños, y sin que ninguno de ellos opusiera resistencia.
Mi timidez era tal, que a pesar de que para cualquier mortal era obvio que también ella estaba esperando bailar conmigo, aún así dejé pasar varios temas antes de invitarla. La miraba desde lejos mientras hablaba de cualquier cosa con mis amigos, como esperando que ella me hiciera una seña que me confirmara, que efectivamente estaba esperando que la sacara a bailar. Recuerdo que tuvo que rechazar a dos o tres perfectos desconocidos, antes de que yo juntara el valor suficiente para acercarme a invitarla. Luego de maldecirme en varios idiomas por mi idiotez, me acerque y le lancé un inseguro -“¿Bailás?”, a lo que ella respondió con su boca un –“Bueno”, y con su mirada un –“¡Obvio!”. Aunque esto de la mirada no me importó mucho, porque en definitiva ya estábamos caminando de la mano hacia el mismísimo centro poblado de la pista, a donde mi recién estrenado instinto me decía que seríamos más invisibles a las curiosas miradas de mis compañeros. No sé si habrá sido porque nos habíamos gastado todas las palabras en el camino, o porque los nervios de ambos no nos permitían encontrar un tema interesante, que no intercambiamos más que unas pocas frases huérfanas y sin sentido que, de no haberlas dicho, hubiera dado lo mismo. La cosa es que a partir de ese momento dejé mi cuerpo en piloto automático y lo abandoné, confiado, en que el instinto me llevaría por buen camino. Para mi sorpresa, creo que ella hizo algo parecido, porque recuerdo que en el primer tema sentí el peso insignificante de sus manos pequeñas sobre mis hombros; en el segundo, fui testigo presencial de cómo se encontraron, reconocieron y se juntaron por detrás de mi cuello; y en el tercero, ya sus codos ocuparon el lugar original de sus manos en mis hombros, se despidieron y siguieron camino, para que aquella preestablecida posición de baile se convirtiera casi mágicamente, en un ansiado abrazo. Como era de esperar, aún para un novato idiota como yo, mis manos fueron acompañando dicha metamorfosis posicional, y recorrieron algo temblorosas primero sus caderas, luego su cintura y al final su espalda, en toda su extensión.
Las canciones se siguieron sucediendo y nosotros flotábamos al son de la música como si el resto del mundo no existiera. Aquellos jóvenes cuerpos redoblaban con cada cambio de ritmo, la presión que ejercía uno sobre el otro. El salón estaba lleno y la temperatura ambiente era agobiante, para lo cual estoy seguro colaboraba en gran medida, la temperatura interna que escapaba de nuestro baile virginal. Las manos sudaban a mares y así lo hacían también nuestros rostros. Mi corazón, que latía a ritmo de vértigo, amenazaba todo el tiempo con salir disparado de mi pecho, y mi sexo confundido, no encontraba manera de ocultar su excitación. Era cuestión de tiempo para que nuestras bocas se encontraran en el espacio y se convirtieran en una sola. Sus miradas eran súplicas, y las gotas de sudor deambulando por su cien, el paraíso. Su cabeza abandonó varias veces su cómoda ubicación sobre mi pecho, en epopéyica cruzada en busca de mis labios. Por momentos, tan solo unos pocos centímetros de aire caliente separaron nuestras bocas. Y en otros, lo hicieron también unos pocos centímetros de piel, cuando su cara se apoyaba tibia sobre la mía, y las comisuras de nuestros labios parecían estarse tocando. Nuestro aliento se juntaba en un erótico y suplicante intercambio gaseoso. Las canciones siguieron llegando, y con cada una de ellas estrenábamos una nueva oportunidad de probar por primera vez, el sabor de unos labios ajenos. Y la música siguió pasando. Y la noche, lentamente, se desvaneció en un suspiro adolescente.
Vinieron luego muchas bocas, muchas alientos y muchos cuerpos de mujeres que no dejé escapar. Pero aún mantengo intacto en el cajón de mis recuerdos, el sabor de aquella boca; el dulce e inocente sabor de aquel beso que no fue.
FIN