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domingo, 25 de enero de 2009

EL BESO QUE NO FUE

Por Hernán Barrios
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La temperatura era ideal. Los días eran calurosos pero no agobiantes, y las noches suaves y cálidas. Las nubes de febrero habían emigrado continente arriba en busca de emociones, y el translúcido azul del cielo hacía ya varios días que había llegado para quedarse. A eso de las 9, cuando el sol se desgranaba en miles de estrellas, una suave y dulce brisa nocturna nos acariciaba los cuerpos aún calientes, después de un ajetreado día de playa. El río había caído ese mes, a falta de vientos, en un letargo casi permanente del cual salía, solamente, ante la invasión de miles de acalorados bañistas que en tropel se lanzaban a sus aguas, buscando refugiarse de los filosos rayos del sol, para luego volver, apenas entrada la noche, a retomar su sereno reposo.

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El camping estaba completo. A un lado y otro de nuestro campamento y entre los árboles, se extendía una ciudad multicolor de carpas y vehículos que llegaba hasta donde la vista lo permitía. Había familias completas que iban a pasar el mes entero; parejas entusiastas en los albores de su relación, buscando intimidad para hacer el amor dentro de una pequeña carpa y lejos de sus familias, como si se acabara el mundo; barras de amigas; grupos de estudiantes; y también alguna que otra alma solitaria. La variedad era amplia, pero todos teníamos algo que nos envolvía y unía al mismo tiempo: una enorme sensación de paz y tranquilidad. En definitiva, la alegría de vivir que lamentablemente, salvo contadas ocasiones, solo saboreamos cuando estamos de vacaciones.

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Éramos unos 20 entre chicos y chicas, y estábamos acompañados por los padres de Carla, los cuales también, dicho sea de paso, eran los dueños del camión en el que fuimos. La idea era poder viajar a otro sitio, pero como el dinero que juntamos durante el año no fue demasiado, nos tuvimos que conformar con una semanita en Durazno. Igualmente, la estábamos pasando de maravillas. La mamá de Carla hacía unas tortas fritas de novela y el padre unos asados de película, así que con una alimentación tan artística, no podíamos estar mejor. Nos habíamos distribuido en varias carpas, aunque gracias a la atenta vigilancia de la señora de las tortas fritas, obvio que las chicas estaban por un lado, y los chicos por otro. Nuestro campamento era grande y ruidoso en partes iguales; sobre todo por las noches, ya que durante el día nos pasábamos en la playa disfrutando del agua. Allá cuando el sol se iba, cansado de soportarnos, nosotros también emprendíamos la retirada con nuestros jóvenes cuerpos de 16 años, casi tan extenuados como él.

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Esa hora de la tardecita tenía una magia especial. La luz artificial de esporádicas lamparitas de poca potencia esparcidas por todo el camping como luciérnagas, y tomando por la fuerza poco a poco el lugar del astro rey, daban al paisaje un color rojo amarillento muy particular. El canto de las chicharras y los pájaros era desbancado en poco rato y casi sin darnos cuenta, por el murmullo incomprensible de un mar de voces humanas, y el ritmo desparejo de unos cuantos equipos de música batiéndose a duelo. El sendero que conducía a las duchas nos reconocía pasar todos los días a las mismas horas, con nuestra toalla al hombro, chancletas y el cepillo de dientes en la mano. Y bueno es decir también, que era cómplice silente de miradas furtivas e inocentes piropos, que con escasa puntería arrojábamos temerosos, a desarropadas niñas de campamentos cercanos.

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Era jueves, y esa tardecita me había bañado algo más tarde que el resto. Volví sólo de las duchas, y mientras el resto de la barra ya se encontraba junto al fuego, me interné en la carpa con la sublime misión de vestirme y peinarme. De pronto, un furtivo alboroto de voces femeninas, anunció la llegada de un pequeño grupo de compañeras que volvían de comprar algunos víveres para la cena. Al mismo tiempo pude escuchar cómo mis compañeros daban la bienvenida, a alguien que las chicas acababan de conocer, y que habían invitado a acercarse el campamento. Era una chica, no cabía duda. “Ella es Verónica”-alcancé a oír decir a una de mis compañeras. Dediqué algunos minutos más de lo habitual al peinado de esa noche, y luego salí intrigado, a reunirme con el resto de la barra alrededor del fogón.

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Que era bonita, no cabían dudas. Pero a su vez dentro de ese contexto, dos características me resultaron especialmente atractivas. La primera, sus ojos. Eran grandes, negros, luminosos, y extrañamente melancólicos. La segunda, un par de simpáticos hoyuelos en su cara, que daban a su rostro y especialmente a su sonrisa, una perfecta combinación de inocencia y picardía. Era simpática y extrovertida, por lo que no tuvo problemas para integrarse a la reunión. Pero el tímido era yo, y como encima llegué tarde a la presentación formal, me tuve que conformar con una hola casual que no me dejó para nada, en una buena posición de arranque.

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Mis ojos buscaron los suyos más a menudo de lo que mi vergüenza me lo permitía, y para mi sorpresa, en varias ocasiones los encontraron. Pero debo reconocer que fue ella, no sé exactamente en qué momento, la que se sentó a mi lado y comenzó a hablarme. Al principio, y como suele suceder en estas historias, sobre todo cuando la inexperiencia se da de frente con la realidad, la suma de los silencios superó ampliamente a la de las palabras. Pero con el correr de los minutos, la confianza se fue haciendo cargo de la situación, y poco a poco nos fuimos relajando. Hablamos de lo que siempre se habla en estos casos; primero los datos personales, nombre, edad, fecha de nacimiento, etc.; luego, estudios, amigos, familia y amores, en ése orden. Ahí me enteré que se llamaba Verónica, (bueno, en realidad lo confirmé), supe que tenía 14 años, que vivía en Canelones, y que había venido con su familia, como todos los años, a pasar la primera quincena de febrero a Durazno. Supe además que estaba en segundo año de liceo, que de grande quería ser modelo, y más importante que todo, no tenía novio. La noche se fue poniendo vieja, y con ella, tanto las luces como los sonidos, fueron haciéndose cada vez más tímidos y esporádicos. La temperatura comenzó a bajar junto con la cantidad de integrantes de la reunión, que uno a uno comenzaron a retirarse hacia sus aposentos, hasta que en un momento dijo que tenía que irse, ya que sino, sus padres se iban a preocupar. Junto con dos compañeras la acompañamos hasta su campamento y la invitamos a que, si quería, se encontrar con nosotros al día siguiente. Un esperado beso en las mejillas fue para mí en ese momento, un bonito tesoro que me llevé de recuerdo a la cama, y que ocupó parte de mis sueños, aquella noche.

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A la noche siguiente teníamos planeado ir todos a un baile que había en un boliche cercano al camping, y del que nos habían hablado muy bien. Verónica pasó el día con nosotros en la playa, pero como estuvo casi todo el tiempo con las chicas, no tuvimos más contacto que algunas miradas casuales y lejanas. Ya cuando la tarde comenzaba a acercarse a su fin, pregunté a Soledad –una de las compañeras con las que tenía especial confianza- si Verónica iba a ir con nosotros al boliche. Me respondió que no sabía, porque no tenía la seguridad de que sus padres le dieran permiso, y aún no les había consultado. En ese momento no entendí muy bien lo del permiso, pero luego con el tiempo me dí cuenta de que la reticencia de los padres a dejarla ir, era absolutamente justificada; tenía tan solo 14 años, e iba a ir a un baile con una barra de absolutos desconocidos. Entonces la solución fue, me parece a mí, lo más inteligente que hicimos en mucho tiempo y espacio a la redonda; fuimos 4 personas de la barra a presentarnos con los padres, (como para que ya no fuéramos desconocidos) y a pedirles permiso para que la dejaran ir con nosotros. La comitiva éramos 3 chicas y un servidor. Para mi alegría, la respuesta fue positiva.

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Para llegar al lugar del baile, tuvimos que atravesar todo el camping y luego, por un sendero zigzagueante y poco iluminado, un monte bastante grande que hay cerca de él. Salimos todos juntos del campamento, pasamos a buscar a Verónica, y seguimos viaje hacia el boliche. En el camino, y supongo que gracias a esa magia que estoy convencido se produce en vacaciones y en verano, como por ósmosis nos fuimos retrasando de la barra y caminamos juntos, unos cuántos metros más allá. Las miradas se fueron haciendo cada vez más cómplices y sensuales, y los temas de conversación se fueron resumiendo hasta quedar instalados en uno, el amor. Buscábamos cualquier excusa para lograr contacto físico; un sutil cachetazo en mis mejillas, un tironcito de sus negros y largos cabellos, un golpecito en el brazo, y hasta un exhaustivo e interesado escrutinio de un anillo de coco que llevaba en su mano derecha, (el que por cierto, no me interesaba en lo más mínimo); luego de éste análisis dactilar, las manos no volvieron a separarse y siguieron juntas hasta el boliche, arrastrando con ellas a sus respectivos dueños, y sin que ninguno de ellos opusiera resistencia.

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Una vez dentro del baile, nos soltamos las manos, (creo que por un poco de vergüenza hacia los demás integrantes de la barra), y nos pusimos a bailar en rueda, junto con todos los demás. El tiempo fue pasando rápidamente al ritmo de la música, hasta que al fin llegó, lo que en realidad había estado esperando desde que salimos del campamento; la hora de las lentas.

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Mi timidez era tal, que a pesar de que para cualquier mortal era obvio que también ella estaba esperando bailar conmigo, aún así dejé pasar varios temas antes de invitarla. La miraba desde lejos mientras hablaba de cualquier cosa con mis amigos, como esperando que ella me hiciera una seña que me confirmara, que efectivamente estaba esperando que la sacara a bailar. Recuerdo que tuvo que rechazar a dos o tres perfectos desconocidos, antes de que yo juntara el valor suficiente para acercarme a invitarla. Luego de maldecirme en varios idiomas por mi idiotez, me acerque y le lancé un inseguro -“¿Bailás?”, a lo que ella respondió con su boca un –“Bueno”, y con su mirada un –“¡Obvio!”. Aunque esto de la mirada no me importó mucho, porque en definitiva ya estábamos caminando de la mano hacia el mismísimo centro poblado de la pista, a donde mi recién estrenado instinto me decía que seríamos más invisibles a las curiosas miradas de mis compañeros. No sé si habrá sido porque nos habíamos gastado todas las palabras en el camino, o porque los nervios de ambos no nos permitían encontrar un tema interesante, que no intercambiamos más que unas pocas frases huérfanas y sin sentido que, de no haberlas dicho, hubiera dado lo mismo. La cosa es que a partir de ese momento dejé mi cuerpo en piloto automático y lo abandoné, confiado, en que el instinto me llevaría por buen camino. Para mi sorpresa, creo que ella hizo algo parecido, porque recuerdo que en el primer tema sentí el peso insignificante de sus manos pequeñas sobre mis hombros; en el segundo, fui testigo presencial de cómo se encontraron, reconocieron y se juntaron por detrás de mi cuello; y en el tercero, ya sus codos ocuparon el lugar original de sus manos en mis hombros, se despidieron y siguieron camino, para que aquella preestablecida posición de baile se convirtiera casi mágicamente, en un ansiado abrazo. Como era de esperar, aún para un novato idiota como yo, mis manos fueron acompañando dicha metamorfosis posicional, y recorrieron algo temblorosas primero sus caderas, luego su cintura y al final su espalda, en toda su extensión.

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Las canciones se siguieron sucediendo y nosotros flotábamos al son de la música como si el resto del mundo no existiera. Aquellos jóvenes cuerpos redoblaban con cada cambio de ritmo, la presión que ejercía uno sobre el otro. El salón estaba lleno y la temperatura ambiente era agobiante, para lo cual estoy seguro colaboraba en gran medida, la temperatura interna que escapaba de nuestro baile virginal. Las manos sudaban a mares y así lo hacían también nuestros rostros. Mi corazón, que latía a ritmo de vértigo, amenazaba todo el tiempo con salir disparado de mi pecho, y mi sexo confundido, no encontraba manera de ocultar su excitación. Era cuestión de tiempo para que nuestras bocas se encontraran en el espacio y se convirtieran en una sola. Sus miradas eran súplicas, y las gotas de sudor deambulando por su cien, el paraíso. Su cabeza abandonó varias veces su cómoda ubicación sobre mi pecho, en epopéyica cruzada en busca de mis labios. Por momentos, tan solo unos pocos centímetros de aire caliente separaron nuestras bocas. Y en otros, lo hicieron también unos pocos centímetros de piel, cuando su cara se apoyaba tibia sobre la mía, y las comisuras de nuestros labios parecían estarse tocando. Nuestro aliento se juntaba en un erótico y suplicante intercambio gaseoso. Las canciones siguieron llegando, y con cada una de ellas estrenábamos una nueva oportunidad de probar por primera vez, el sabor de unos labios ajenos. Y la música siguió pasando. Y la noche, lentamente, se desvaneció en un suspiro adolescente.

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Regresamos a Trinidad al día siguiente. Intercambiamos algunas cartas sin contenido durante algún tiempo y luego también ellas, al igual que aquella noche, se desvanecieron. Me maldije cada día que el recuerdo de aquellas vacaciones, me tocó a la puerta.

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Vinieron luego muchas bocas, muchas alientos y muchos cuerpos de mujeres que no dejé escapar. Pero aún mantengo intacto en el cajón de mis recuerdos, el sabor de aquella boca; el dulce e inocente sabor de aquel beso que no fue.

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FIN


1 comentario:

  1. Hermosos relato. Hace poco más de una semana escribí algo también relacionado a un beso esquivo adolescente.

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Diga sin miedo lo que piensa, acá no hay censura de ninguna clase. Le sugiero igual que impere el respeto, en caso contrario difícil que pase.