El
agudo silbido que entró por mi costado trajo consigo la certeza del fin. No
sentí dolor, solo un ardor caliente que me incendió el pecho y reventó el alma.
Mi tiempo se detuvo siglos antes de que el sonido de aquella lejana detonación
entrara, sigiloso y transparente, en mis oídos. Luego, solo silencio.
Era
temporada de caza y las estancias de la zona estaban atestadas de gringos
armados en busca de liebres, mulitas o perdices. Yo lo sabía y debí tomar las
precauciones del caso. Un descuido simple y fatal.
Creo
que antes de tocar el piso llegué a susurrar un triste –“puta carajo…” que más
que una puteada fue una súplica. Un intento reflejo de estrujar la certeza de
la realidad y torcer la trayectoria de aquella bala asesina. Miré al cielo y el
blanco hirviente del sol del mediodía me cegó por completo.
No hay
tiempo para lamentos cuando un pedazo de plomo te raja el corazón al medio. Solo
una lágrima, triste y resignada, deja en la tierra el húmedo registro de una
vida que se apaga.
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