Otro año llega a su fin.
Pero no uno cualquiera, sino el 2012, el que supuestamente y para nosotros los
terrícolas iba a ser el último. Recuerdo
que escribí sobre esto hace ya casi un año en el artículo titulado A VIVIR QUE SE TERMINA EL MUNDO. Pero el tema es que, a pesar de
que las cosas están bastante jodidas en el planeta, todavía estamos acá,
vivitos y coleando. Por ende y ante la evidente imposibilidad de zafar del
compromiso, ha llegado el momento de volver a escribir un nuevo saludo de
bienvenida al año que comienza.
Pero en esta oportunidad
y por primera vez, he decidido copiar un cuento de otra persona. ¿Por qué lo
hago? Porque la historia que voy a compartir transmite, exactamente, los
sentimientos que me acompañan este fin de año y que quiero evocar, y porque yo
no podría, por más que lo intentara, hacerlo mejor.
Lo que voy a transcribir
es el capítulo final del último libro del licenciado Gabriel Rolón, titulado Encuentros (El lado B del amor). Este libro llegó a
mis manos vaya uno a saber si por obra y arte de la casualidad o del destino
–que son las dos opciones posibles-, y tuvo la enorme virtud de hacerme
reflexionar sobre temas tan cotidianos y complejos como lo son el amor, las
relaciones humanas, la fidelidad y su antónimo, el deseo, la pasión, la niñez, la
adultez, etc. Todo abordado desde el punto de vista de la psicología pero
explicado en un lenguaje claro y coloquial, e ilustrado con ejemplos reales
nacidos en el diván del autor.
No podemos negar que en
algún sentido son tiempos duros los que nos están tocando vivir. El desamor, la
soledad, la violencia social, los niños abandonados, las drogas, las guerras y
hasta el cambio climático tienen a nuestra sociedad, al filo del colapso. Rompe
los ojos el hecho de que así no podemos seguir. Impera un cambio, porque de no
haberlo a la brevedad, nuestros días como especie parecen estar contados. Y no
vendrá de afuera el fin, sino de adentro. Será una especie de implosión humana,
y esa enorme pero enclenque estructura que durante siglos hemos levantado,
caerá inexorablemente como un castillo de naipes.
Impera un cambio, y éste
no puede ser superficial. Esta casa no acepta más remiendos y parece haber
llegado la hora de demolerla y construir otra, acaso con mejores cimientos. Impera
un cambio de conciencia en donde el amor
sea el material a utilizar, y lo material sea el bien a desechar.
Esta historia habla
entonces de amor. De ese amor que en este siglo XXI parece haberse esfumado
entre las góndolas de la modernidad y convertido en material de descarte. Esta
historia habla de un amor de pareja que desafió estoico los avatares de la vida
y la sobrevivió. Este amor habla, en definitiva, de nuestra esencia, de nuestra
llama primigenia, y de la única fuerza creadora que en todo caso nos podrá
salvar, si es que tal cosa aún es posible, de la destrucción absoluta.
Ojala esta historia los
inspire tanto como a mí, queridos amigos. Les deseo un muy feliz 2013.
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Hace
muchos años, cuando era un psicólogo muy joven, trabajé en algunos geriátricos.
Era más o menos fácil conseguir trabajo en esos lugares, porque no son muchos
los profesionales que deseen trabajar con ancianos. Prejuicios, o tal vez, una
manera de protegerse. No es fácil ver morir a un paciente y, por cuestiones
obvias, en esas instituciones es algo que suele ocurrir bastante seguido.
Recuerdo
que en uno de los geriátricos en los que trabajaba había una abuela de noventa
y ocho años. Yo hacía mi recorrida habitual, las visitaba en sus habitaciones a
todas, menos a ella. No quería incomodarla porque ya era demasiada grande.
Hasta que un día la abuela me mandó a llamar y me dijo: -Yo veo que usted
siempre viene acá y que habla con todas, menos conmigo, y me gustaría hacerle
una pregunta. Dígame –me miró fijo-, ¿usted cree que porque soy vieja yo no
tengo nada importante que decir?
Me
quedé callado unos segundos y me disculpé. Le dije que no era eso lo que
pensaba, solo que no había querido molestarla. Escúcheme –me interrumpió-. Se
habrá dado cuenta de que ya no me queda mucho tiempo, ¿no? Asentí. –Bueno,
entonces ayúdeme. Tengo muchas cosas pendientes, y no quisiera irme de este
mundo sin haber al menos intentado hacer algo con eso. A partir de ese día trabajamos
durante casi un año juntos. La abuela tenía mucho para hablar. Por suerte me lo
pidió y espero haber hecho lo suficiente con ella.
Pero
no es esa la historia que quiero contarles, sino otra, ocurrida en otro
geriátrico.
Muchos
de ustedes trabajarán o habrán trabajado en alguna institución, y sabrán que lo
que tiene que hacer todo el que trabaja en un establecimiento al ingresar es ir
a la cocina, porque la cocinera es la que está al tanto de todo lo que pasa.
Más que los médicos, incluso.
Llegué,
entonces, una mañana, me dirigí a la cocina y, como era habitual, le pregunté a
la cocinera.
- ¿Y
Betty, alguna novedad?
- Sí,
doctor –me llamó así aunque soy licenciado-. ¿Ya vio a la vieja atorranta?
- No
–le dije asombrado-. ¿Entró una abuela nueva?
- Sí,
una viejita picarona.
Me
quedé tomando unos mates con ella y no volví a tocar el tema hasta que entró la
enfermera y me dijo:
-
Gaby, ¿ya viste a la atorranta?
- No-
le respondí.
-
Tenés que verla. Se llama Ana.
Lo
primero que me llamó la atención fue que utilizara, para referirse a ella, el mismo
término que había usado la cocinera: atorranta. Pero lo cierto es que habían
conseguido despertar mi interés por conocerla. De modo que hice mi recorrida
habitual por el geriátrico y dejé para el final la visita a la habitación en la
que estaba Ana.
En esa
hora yo me había estado preguntando de dónde vendría el mote de vieja
atorranta. Supuse que, seguramente, debía ser una mujer que cuando joven había
trabajado en un cabaret, o que tendría alguna historia picaresca. Pero no era
así.
Cuando
entré en su habitación me encontré con una abuela que estaba muy deprimida y
que casi no podía hablar a causa de la tristeza. Su imagen no podía estar más
lejos de la de una vieja atorranta. Me acerqué a ella, me presenté y le
pregunté:
-
Abuela, ¿qué le pasa?
Pero
ella no quiso hablar demasiado; apenas si me respondió algunas preguntas por
una cuestión de educación. Pero un analista sabe que esto puede ser así, que a
veces es necesario tiempo para establecer el vínculo que el paciente necesita
para poder hablar. Y me dispuse a darle ese tiempo. De modo que la visitaba
cada vez que iba y me quedaba en silencio a su lado. A veces le canturreaba
algún tango. Y, allá como a la séptima u octava de mis visitas la abuela habló:
- Doctor,
yo le voy a contar mi historia.
Y me
contó que ella se había casado, como se acostumbraba en su época, siendo muy
jovencita, a los 16 años con un hombre que le llevaba cinco. Yo la escuchaba
con profunda atención. - ¿Sabe? – me miró como avisándome que iba a hacerme una
confesión-, yo me casé con el único hombre que quise en mi vida, con el único
hombre que deseé en mi vida, con el único hombre que me tocó en mi vida y es el
hombre al que amo y con él quiero estar.
Me
contó que su esposo estaba vivo, que ella tenía ochenta y seis años y él
noventa y uno y que, como estaban muy grandes, a la familia le pareció que era
un riesgo que estuvieran solos y entonces decidieron internarlos en un
geriátrico. Pero, como no encontraron cupo en uno hogar mixto, la internaron a
ella en el que yo trabajaba, y a él en otro. Ella en provincia y él en Capital.
Es
decir que, después de setenta años de estar juntos los habían separado. Lo que
no habían podido hacer ni los celos, ni la infidelidad, ni la violencia, lo
había hecho la familia. Y ese viejito, con sus noventa y un años, todos los
días se hacía llevar por un pariente, un amigo o un remisse en el horario de
visita, para ver a su mujer. Yo los veía agarraditos de la mano, en la sala de
estar o en el jardín, mientras él le acariciaba la cabeza y la miraba. Y cuando
se tenían que separar, la escena era desgarradora.
¿Y de
dónde venía el apodo de vieja atorranta? Venía del hecho de que, como el esposo
iba todos los días a verla, ella les había pedido permiso a las autoridades del
geriátrico para ver si, al menos una o dos veces por semana, los dejaban dormir
la siesta juntos. Y, entonces, ellos dijeron:
- Ah,
bueno… mirá vos la vieja atorranta.
Cuando
la abuela me contó esto, estaba muy angustiada y un poco avergonzada. Pero lo
que más me conmovió fue cuando me dijo, agachando la cabeza:
-
Doctor, ¿qué vamos a hacer de malo a esta edad? Yo lo único que quiero es
volver a poner la cabeza en el hombro de mi viejito y que me acaricie el pelo y
la espalda, como hizo siempre. ¿Qué miedo tienen? Si ya no podemos hacer nada
de malo.
Conteniendo
la emoción, le apreté la mano y le pedí que me mirara. Y entonces le dije:
- Ana,
lo que usted quiere es hacer el amor con su esposo. Y no me venga con eso de
que ¿qué van a hacer de malo? Porque es maravilloso que usted, setenta años
después, siga teniendo las mismas ganas de besar a ese hombre, de tocarlo, de
acostarse con él y que él también la desee a usted de esa manera. Y esas
caricias, y su cara sobre la piel de sus hombros, es el modo que encontraron de
seguir haciéndolo a esta edad. Pero, déjeme decirle algo, Ana: ése es su
derecho, hágalo valer. Pida, insista, moleste hasta conseguirlo.
Y la
abuela molestó.
Recuerdo
que el director del geriátrico me llamó a su oficina para preguntarme:
- ¿Qué
le dijiste a la vieja?
- Nada
–le dije haciéndome el desentendido. ¿Por qué?
La
cuestión fue que con la asistente social del hogar en el que estaba su esposo,
nos propusimos encontrar un geriátrico mixto para que estuvieran juntos.
Corríamos contra el reloj y lo sabíamos. Tardamos cuatro meses en encontrar
uno. Sé que, dicho así, parece poco tiempo. Pero cuatro meses cuando alguien
tiene más de noventa años, puede ser la diferencia entre la vida y la muerte.
Además, ella estaba cada vez más deprimida y yo tenía mucho miedo de que no
llegara.
Pero
llegó.
Y el
día en el que se iba de nuestro geriátrico fui muy temprano para saludarla, y
en cuanto llegué, la cocinera me salió al cruce y me dijo:
- No
sabés. Desde las seis de la mañana que la vieja está con la valija lista al
lado de la puerta.
Yo me
reí.
Entonces
fui a verla y le dije:
-
Anita, se me va.
Y ella
me miró emocionada y me respondió:
- Sí,
doctor… me vuelvo a vivir con mi viejito. Y se echó en mis brazos llorando.
Yo la
abracé muy fuerte.
- Ana
–le dije. - Nunca me voy a olvidar de usted.
Y,
como habrán visto, no le mentí.
FIN
La esperanza es lo último que se pierde...
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