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sábado, 13 de septiembre de 2014

EL FIN DE LA NIÑEZ

Por Hernán Barrios

Por algún motivo que desconozco -o que mejor dicho supongo pero que no me he tomado el tiempo de confirmar- tengo pocos recuerdos de mi niñez. Mi memoria de esos tiempos, digamos hasta los diez años, está cubierta por una especie de bruma que no me permite ver con definición suficiente, la mayoría de los episodios que en ese período de tiempo me ocurrieron. Sin embargo, algunos parecen haberse salvado -o al menos eso creo- de esa especie de miopía de la memoria, y se me presentan aún hoy, tan claros y nítidos como los de mi pasado más reciente. Este es el caso de la historia que voy a compartir hoy con ustedes, en la que narro lo que considero fue para mí, el fin de la niñez.

Yo tenía ocho años, o quizás alguno más. Vivíamos desde siempre -desde mí siempre- en la casa de la calle Rivera que pertenecía a mis abuelos maternos, y en la cual aún hoy vive mi abuela María. La casa da a la calle y tiene en su costado una entrada para vehículos, al final de la cual mi padre tenía su taller de carpintería.

Éste -mi padre- estaba construido con chapas negras de un material parecido al cartón (no mentira, el taller), tirantes de madera, y en el techo, zinc. Ahora que lo pienso, nunca conocí otro recinto hecho con este tipo de chapa. Lo cierto es que el taller tenía una puerta grande al frente y una más chica que daba al fondo. Al salir había un paraíso del cual colgaba una hamaca, tan casera como agreste, en la cual supe ensayar mis primeras idas y venidas en la vida.

NOTA APARTE: Acabo en este momento de descubrir dónde tuvo origen esa pastosa sensación pendular de estar siempre en el mismo lugar, que hasta hoy me acompaña.

Más allá, unos cuántos metros de terreno cubierto con pasto, canteros, y algún que otro árbol frutal. Más acá, mis ojos de niño.

Era un día entre semana, eso es seguro. Y era de tarde. Y era verano. Había vuelto de la escuela hacía poco rato y luego de merendar, salí al patio a jugar con la pelota. Era blanca. Recuerdo como si fuera hoy el ruido chirrión y constante de la sierra de una de las máquinas de mi padre. Y recuerdo también su ausencia cuando se detuvo. Y también cuando mi padre me llamó de un chistido.

"Vení, vamos a conversar"- me dijo, y me hizo pasar directamente para la parte de atrás del taller. Nos sentamos junto al paraíso. Yo con mi pelota blanca bajo el brazo; él con su delantal azul de trabajo, y en la oreja el lápiz de carpintero. Yo estaba nervioso. Al principio pensé que me había mandado alguna macana, y que se venía un sermón de dimensiones bíblicas. Pero al no detectar en su mirada algún atisbo de enojo, algo me tranquilicé. Algo, no mucho.

No fueron demasiadas las veces que mi padre me citó para hablar, y menos de una manera tan solemne. En realidad y sin temor a equivocarme, creo que fue la única. Digamos que el diálogo serio y profundo no era -ni sigue siendo aún hoy- uno de sus fuertes. Y para serles sincero, tampoco es uno de los míos.

"Te quiero decir una cosa que ya tenés edad para saber"- disparó luego a quemarropas, y no pude evitar acusar el golpe. Tenía la íntima sensación de que se venía algo grande, algo profundo, que marcaría de alguna manera un mojón importante en mi joven vida. Mientras veía al piso para evitar la mirada de mi padre, mi cabecita de niño trataba de prepararse para lo peor. ¿Qué podía ser tan importante como para que me convocara con tanta seriedad? ¿Habría muerto alguien? ¿Mis padres se estarían por divorciar? ¿Le habría pasado algo a mi hermana? La sensación de miedo e incertidumbre de ese momento de hace tantos años, creo que aún me acompaña, encerrada sin salida en algún punto entre el estómago y la garganta. Fueron segundos que quedaron grabados a fuego en mi ADN.

"Es sobre Los Reyes Magos"- me dijo luego. "¿Sabés quiénes son?" Yo había escuchado -básicamente en la escuela- varias versiones sobre el tema, pero por algún motivo, hasta ese momento me había resistido con todas mis fuerzas a aceptar una versión que no fuera la original, la mágica, la única, la que me habían contado mis padres -esas personas en las que confiaba ciegamente- desde siempre. Y ahora esa verdad estaba a punto de derrumbarse. ¿Podía ser posible?

La mirada inquisidora de mi padre casi me obligó a responderle. "¿Los padres?"- contesté en forma de pregunta, con la íntima esperanza de que mi respuesta estuviera equivocada. Pero no, no lo estaba. Mi padre asintió con la cabeza.

No hubieron muchas más palabras luego de eso. O al menos no las recuerdo. A pesar de no haberlo demostrado en el momento -o quizás por eso- mi mundo interior dio un giro tan inesperado como doloroso, y el duro golpe que en esa oportunidad los jóvenes huesos de mi alma se pegaron contra el piso duro de la realidad, dejó, creo yo, alguna que otra cicatriz.

Por eso estoy definitivamente en contra de inventarles a los niños esas historias de fantasía, que más acá o más allá, terminan desmoronándose junto con -y esta es la peor parte- la confianza depositada en las personas que las crean y las mantienen por años: nuestros padres.


3 comentarios:

  1. Más que miopía ceguera. Tás seguro que no tenías quince o diecisiete?
    ¿Para cuando las crónicas de delivery devenido en detectice de tercera en CSI?

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    Respuestas
    1. ¿Vos decís que tendría que ponerme a escribir mi propia versión de Ensayo sobre le ceguera? Con respecto a las crónicas sobre ese otro tema, ya vendrán, estimado.

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Diga sin miedo lo que piensa, acá no hay censura de ninguna clase. Le sugiero igual que impere el respeto, en caso contrario difícil que pase.