Páginas

viernes, 3 de octubre de 2008

ROXETTE

.
.



Teníamos dieciséis. Conseguimos plata prestada para las entradas, el pasaje, y poco más. En realidad, la idea que teníamos con mi amigo Antonio era ir “a dedo” y no gastar un peso de aquel dinero en transporte. Nuestra intención era dedicarlo a comprar algún souvenir como recuerdo de nuestro primer viaje a Montevideo, o de última, comida. Siguiendo estos lineamientos, pusimos pie en ruta a eso de las 5 de la mañana y nos parapetamos firmes como soldados, cerca de la estación de servicio, a la salida del pueblo.

.


Recién estaba aclarando y como es lógico, a esa hora el tráfico no era muy fluido que digamos. Una entusiasmada charla y la excitación natural de aquel primer viaje fuera de las fronteras del departamento, y nada menos que a ver un recital en el estadio Centenario, hizo que la hora se nos pasara volando. Cuando quisimos ver, ya eran las seis. Una horita completa, y ni siquiera le habíamos hecho seña a un vehículo, por la sencilla razón de que ninguno había pasado. Luego de una breve deliberación, hablamos con un par de camioneros que estaban parados en la estación haciendo sus chequeos de rutina, pero resulta que iban para el lado contrario. La cosa fue, que viendo que la mañana se presentaba tranquila de más en lo que a movimiento vehicular se refería, decidimos alejarnos un poco del pueblo, movidos fundamentalmente por dos consignas. La primera, para no vernos tentados a volver al centro a tomarnos un ómnibus. Y la otra, porque nuestros inocentes cerebritos de la época pensaron que al estar más alejados de la zona urbana digamos, cualquier conductor que pasara se iba a apiadar de nosotros y nos iba a levantar. Decidido esto, entramos a caminar pueblo afuera.

.


Se ve que una cualidad que aún en la actualidad nos caracteriza, la indecisión, ya nos acompañaba en aquella época. Digo esto, porque pasaban los kilómetros y no encontrábamos ningún lugar adecuado para detenernos a hacer dedo. Éste no porque está muy desolado, éste no porque hay muchas casas, éste tampoco porque no tiene sombra, etc. Nada nos venía bien y nuestros pies comenzaron a desesperarse, más que nada por la indecisión de sus dueños. Habíamos andado diez kilómetros y pico cuando allá a las cansadas, luego de encontrar un sitio que tenía los requisitos mínimos para tan delicada tarea, nos sentamos sobre las mochilas, a esperar un alma piadosa que se dignara al menos a detenerse.

.


Al fin, el tránsito comenzó a ser más fluido. Lamentablemente, también lo empezaron a ser los rayos del sol, que poco a poco comenzaron a hacerse sentir sobre nuestras jóvenes epidermis. Al principio, convenimos en que solo le íbamos a hacer dedo a autos nuevos, cosa de estar en Montevideo rápido y confortablemente. Pero con el paso de las horas, empezamos a tratar de detener cualquier cosa que tuviera ruedas, carros inclusive. Nadie nos levantaba. Es más, ni siquiera parecían vernos. Allá como a las nueve de la mañana nos levantó lo que quedaba de un pequeño camión Ford modelo 51, que amablemente se ofreció a acercarnos unos treinta kilómetros, hasta la seccional policial más próxima, donde según él, sería más fácil que alguien nos recogiera. Mató. Y así lo hizo. Por el momento la cosa venía así; diez kilómetros caminando y treinta en camión. Nos restaban solo ciento cuarenta y ocho. Genial. Una vez nuevamente en la ruta, nuestro objetivo cambió. Ya no queríamos llegar a Montevideo de un tirón, sino que nos conformábamos con llegar a San José –que estaba bastante antes- y de ahí nos tomaríamos un ómnibus.

.


La cosa es que ese tramo de apenas cincuenta kilómetros hasta San José no resultó para nada sencillo. Camiones, camionetas, autos, moto, cachilas y hasta bicicletas pasaron ufanamente, sin hacer el más mínimo caso a nuestras súplicas de aventamiento. Allá cuando Dios quiso se detuvo una camioneta Chevrolet –de las primeras en su especie por supuesto- y aceptó llevarnos en la caja, hasta la entrada de la antes mencionada ciudad. Ahí, entre un par de gallinas ponedoras y unos cuántos quesos semiduros, llegamos al fin, a eso de la una de la tarde, a nuestra primera escala. Cansados, malhumorados y hambrientos, llegamos caminando hasta la agencia, en donde sin pensarlo dos veces, dijimos a coro: -“Dos pasajes a Montevideo, por favor”. Igual no fue instantánea la cuestión. El próximo coche hacia Montevideo pasaba a eso de las cuatro de la tarde, o sea que teníamos como tres horas de espera. A esperar pues.

.


Llegamos a Montevideo ya de tardecita y con el sol medio alicaído. Fuimos caminando, siguiendo un mapa casero, hasta la casa de una tía de mi amigo, y ahí nos atrincheramos con el firme propósito de pasar la noche. Luego de engullir con ahínco y dedicación un apetitoso guiso de arroz y mirar el video “Queen live in Wimbledon” con indiscimulable displicencia, nos fuimos a acostar. Demás está decir que caímos en la cama poco menos que desmayados. De ese día no recuerdo más nada. Al otro nos esperaba una nutrida agenda.

.


Un filoso rayo de sol se me clavó en el ojo derecho cuando lo entreabrí para tratar de adivinar la hora y no tuve más remedio que levantarme. Eran ya las once de la mañana. Desayunamos, juntamos nuestros petates, y salimos con nuevos bríos a la calle. Mi amigo tenía que comprar unos repuestos para su padre –en realidad, para un auto que estaba arreglando su padre- luego teníamos que ir a sacar las entradas, a la feria a conseguir algunos libros y un disco de Larralde para la madre, y algunas cosas más. Todo eso sin contar la conferencia de prensa que se iba a realizar en un hotel céntrico y para la cual, según Antoñito, teníamos invitaciones. Es más, también se supone que habíamos arreglado para entregarle en mano al mismísimo dúo, un presente recordatorio de nuestro terruño. En este punto y para no aburrir, hago un resumen de las próximas horas. Caminamos como putos y nunca encontramos el lugar cierto de la conferencia de prensa. Parece que lo cambiaron a último momento y nadie se dignó a avisarnos. ¿Cómo puede ser? Entre que no conocíamos un carajo Montevideo, que andábamos a pie, y que no existían los teléfonos celulares, seguro que aunque nos hubieran avisado, no llegábamos a tiempo así fuera en el living de la casa de la tía de mi amigo. La cosa fue que no los pudimos ver antes del show, y nos tuvimos que meter nuevamente el regalo en el bolso. A todo esto, eran ya algo así como las seis de la tarde y las puertas del estadio se abrían a las siete. Así que sin más vueltas, apuntamos los Pampero directo al Parque Batlle y arrancamos.

.


Ya en el estadio, en lugar de entrar como Dios manda por la puerta correspondiente y esperar tranquilitos el comienzo del show, tuvimos la brillante idea de apropincuarnos en los portones traseros, con la boluda intención de verlos entrar. ¿Para que mierda?, me pregunto ahora. La cosa es que, quince minutos antes de la hora pactada, los tipos entraron a todo vapor en unos autos con vidrios negros en que no se les veía ni el pelo. No alcanzamos a sacarle una foto, ni al auto siguiera. Flor de pelotudos (nosotros claro). Una vez degustado ese petit desfile de autos caros, arrancamos, ahora sí, hacia el interior del estadio, no fuera cosa que con la saladura que andábamos, encima nos dejaran afuera. Llegamos justo con los primeros acordes, pero llegamos. El espectáculo, sin contar que la Mary Friedickson andaba media afónica, estuvo bueno.

.


Esa noche le volvimos a invadir la casa a la tía, y al otro día (domingo), emprendimos la retirada. Porfiados como pocos, quisimos probar si nuestra suerte había cambiado y decidimos intentar volver “a dedo”. Como se imaginarán, fue una pésima idea. Como dos horas estuvimos parados luego del puente Santa Lucía con un cartelito escrito con lapicera que decía “Trinidad”, y al cual había que tenerlo más o menos a veinte centímetros, para poder leerlo. Dos horas y nadie nos daba bola. Como era de esperarse, el clima comenzó a ponerse en nuestra contra, con unos nubarrones negros que amenazaban poco menos que con destruir el mundo. Con las primeras gotas, un señor no muy simpático pero bien intencionado nos levantó, y nos arrimó hasta San José. Al llegar, El Barba había abierto la canilla de una manera que costaba creerlo. Lluvia, de las buenas. Con este panorama, ni pensar en tratar de hacer dedo el último tramo del viaje. Teníamos sí o sí, que tomar un ómnibus. Vaciamos los bolsillos y conseguimos la plata justa para dos pasajes. Ni un peso extra para un refuerzo de mortadela. Caminamos bajo esa réplica exacta del diluvio universal desde el centro de la ciudad hasta la ruta –que era por donde teníamos que atajar el coche- y llegamos en estado semilíquido, en el momento exacto en el que el tipo llegaba a la parada. Ahí tuvimos suerte. La única vez, por cierto. Ya dentro del ómnibus, respiramos aliviados. No teníamos un mango, pero al menos sabíamos que en una hora y media, íbamos a esta en nuestras casas.

.


¿Qué me quedó de este viaje? Bueno, una buena mojadura con su correspondiente y posterior gripe. Media docena de callos en las patas (en cada una), y dos pares de medias agujereadas. Un cansancio majestuoso. Una economía totalmente resquebrajada. Un particular odio por la gente que anda en vehículo cuando yo camino. Un asco permanente por el queso semiduro. Pero además, y por sobre todas las cosas, una enriquecedora y maravillosa sensación de libertad y autosuficiencia. Creo que comenzamos ahí a sentir que ya teníamos edad para hacer cosas importantes por nuestra cuenta. Hacerlas mal, por supuesto, pero al menos eran nuestras las malas decisiones. Y eso, nos hacía sentir mas grandes, capaces y poderosos de lo que en realidad éramos. Todo esto, gracias a Roxette. Si alguien los ve, háganselo saber. Y ya de paso, mándenlos a la mierda.


1 comentario:

Diga sin miedo lo que piensa, acá no hay censura de ninguna clase. Le sugiero igual que impere el respeto, en caso contrario difícil que pase.