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jueves, 25 de marzo de 2010

EL DUENDE DE LA SOLEDAD

Por Hernán Barrios



El duende de la soledad se apodera cada tanto de mi alma, y obliga a mi cuerpo a obrar en consecuencia. Me hace desear el ruidoso silencio de la gran ciudad al mediodía, más que a un delicado y suave preludio de Chopin. Me insita a evadirme de lo cotidiano, de lo diario, de lo repetido, para saborear durante algunas horas el agridulce néctar del anonimato. Hoy es un día de esos.


En la mochila, solo lo esencial: cámara de fotos, bloc de notas y un lápiz. En el pecho, un corazón que late fuerte, como queriendo adelantarse a la aventura. A una aventura despojada de grandilocuencias y actos heroicos; a una aventura tan humilde que se codea de a ratos con la indigencia y la desolación; a una aventura que se reduce tan solo a poder ser invisible. A desaparecer. A que nadie diga mi nombre. A poder ver sin ser visto. A pasar desapercibido. A casi estrecharle la mano al fantasma del olvido. En definitiva, a dejar de ser Yo con nombre y apellido, para pasar a ser cualquiera, sin rumbo y sin sentido.


Y hablando de sentido, soy conciente de que no lo tiene; o al menos no un sentido común. Pero ésta libertad transitoria es algo que realmente necesito como el aire. Fue hace muchos años, en otro país y bajo otras circunstancias, que probé el agridulce sabor de la soledad por primera vez, y me gustó desde el principio. Tanto, qué me atrapó inmediatamente, al punto de hacerme adicto.


El duende de la soledad me hace sentir miserable y poderoso al mismo tiempo. Me estruja los ojos hasta dejarlos secos, y me agranda el corazón hasta que casi no me cabe en el pecho. Me coloca un velo triste y gris sobre los ojos, que al mismo tiempo potencia mi sentido general de percepción, y me hace ver las cosas en su justa medida, despojadas totalmente de la borrosa catarata de la rutina. Es algo así como sacarse los lentes de todos los días, viejos y rayados, para ponerse los de gala, nuevos e inmaculados. Con el duende en el cuerpo todo lo que me rodea, personas y objetos, se vuelve atractivo, o por lo menos interesante. Los sonidos están maravillosamente ecualizados, y la paleta de colores y texturas parece más heterogénea e infinita.


Mi primer impulso es el de caminar. Caminar sin rumbo, sin una ruta previamente trazada y por ende, sin destino. Es simplemente caminar, para celebrar el hecho de tener dos piernas; o quizás sea para agradecer este mismo hecho. Con cada paso, liviano e irresponsable, la sangre se me va llenando de una rica sustancia espirituosa, que a falta de otro vocablo yo llamo libertad. Y camino porque soy libre y porque no hay cadena que me ate y me condene a la inacción; en todo caso si la hay, no es otra que esa pesada y herrumbrada ancla que comúnmente llamamos voluntad. Y disfruto cada paso como si fuera el último. Y no importa hacia donde voy; lo importante es el viaje y el saborear lentamente cada metro recorrido. Y miro las cosas, las grandes y las pequeñas; veo colores y escucho sonidos, sobre todo aquellos que habitualmente se me pasan desapercibidos. Y respiro profundo; lleno los pulmones a conciencia una y otra vez. No importa si es aire contaminado de ciudad; lo importante no es el aire sino los pulmones. Sucede que pasamos la vida tan apurados y desatentos, que casi no nos acordamos de usar los pulmones a pleno. Siempre andamos de aquí para allá respirando chiquito; yo diría que casi lo justo y necesario para no morir de inanición.


Luego, cuando mis piernas comienzan a sufrir el cansancio del viaje, me siento a la mesa de un café. A veces el lugar se repite, otras no. Pero éste lugar tiene que tener determinadas características, ya que mi duende de la soledad es algo quisquilloso en este sentido, y si no hago lo que me pide, simplemente me abandona. Prefiere los cafés pequeños y nostálgicos, de esos con un mozo viejo y pelado que encontramos en ciertas esquinas tradicionales de Montevideo, y que fueran fundados décadas atrás por inmigrantes europeos. Tiene que tener buena luz natural y ser muy concurrido; cuánto más concurrido mejor, ya que he comprobado que la soledad aumenta en proporción directa a la cantidad de personas presentes. Tiene que tener mesas y sillas de madera, y es condición fundamental el ocupar una que esté junto a una ventana. Una vez instalado en mi refugio, y cortado mediante, inicio otro viaje, esta vez sin moverme de mi asiento.


Paso por cada una de las mesas y me entrometo en las conversaciones de sus ocupantes, y hasta en sus pensamientos. Escucho sus voces, observo sus gestos y miro dentro de sus ojos. Vivo sus vidas por un instante. Luego me escapo por la ventana y me voy detrás de más gente. Del hombre de saco y corbata que camina rápido al tiempo que le grita a alguien por el celular; de la chica rubia del escote pronunciado que espera la habilitación del semáforo para cruzar la calle; del taxista que le toma el pelo por algo del fútbol al señor del kiosco; de la madre que lleva a sus dos chicos a la escuela; de la mujer vieja y arrugada que pide limosna sentada en la vereda; de la barrita de adolescentes que derrochan energía, física, emocional y sonora, en su travesía al liceo.


Busco historias. Historias de vida que son muchas y son una sola. Historias de vida y de muerte. Historias que en el medio se las ingenian para distraernos y hasta afligirnos por diferentes motivos, pero que si miramos con atención, en el fondo vamos a ver que también son los mismos. Y en ese ir y venir de gente e historias paso las horas; vuelo, viajo, siento, pienso, recargo mis baterías y hasta planifico mi propia historia futura. Parado en el cuerpo y el alma de otros, veo y siento con mayor claridad las cosas que tienen que ver conmigo. Con lo que hago, con lo que quiero, con lo que sueño. Aprecio y doy real valor a lo que tengo, y soy capaz de proyectar en mi mente y corazón, hasta casi tocar, lo que me gustaría tener.


Y soy libre. Por algunas horas soy el ser más invisible y a la vez poderoso del mundo. Más tarde, cuando el mundo exterior ya no tiene mucho más para ofrecerme, y mi segundo cortado hace rato que tampoco, llamo al mozo pelado y viejo, pago la cuenta, y emprendo el camino de regreso a casa. A esa altura ya mi duende de la soledad se ha marchado, supongo yo en busca de otro cuerpo, y el deseo de ver una rostro conocido que diga mi nombre, se está haciendo sentir.


Vuelvo a casa cansado, y ahí estás vos. Te miro. Me sonreís. Me acerco. Me abrazas. Y vuelvo a ser feliz.


3 comentarios:

  1. Ojalá que tu duende te visite con mayor asiduidad, asi podremos seguir disfrutando de piezas como estas. Sencillamente conmovedora, en lo pesonal toco ondo, no se porque. Salud y abrazo

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  2. Gracias cuñado, usted siempre dándome para adelante. Abrazo grande.

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  3. Ese mismo duende también me visita en ocasiones. Y hasta soy capaz de llamarlo sino aparece por propia voluntad. Será que tal vez, alguna que otra vez necesitamos sentirnos libres de ataduras, sean estas reales o imaginarias, será que tal vez estar solos con nosotros mismos nos haga apreciar lo bueno de nuestras vidas, y ver nuestras miserias sin culpables.
    Yo también me suelo escapar, pero de vez en cuando nada mas, que mejor que tus palabras para describir lo que se siente sentirse libre y dueño del propio destino en esos ratos de soledad.
    Y esa libertad no serviría de nada de no saber que volves y vuelvo, que me esperas y te espero.

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Diga sin miedo lo que piensa, acá no hay censura de ninguna clase. Le sugiero igual que impere el respeto, en caso contrario difícil que pase.