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miércoles, 28 de abril de 2010

LA PLAYA

Por Hernán Barrios




Cuando despertó, el silencio era tan profundo que por un momento creyó haberse quedado sorda. Le costó incluso algunos segundos darse cuenta dónde estaba y qué estaba haciendo en aquel lugar.


Seguía boca abajo y con los brazos cruzados bajo la barbilla; la misma posición en la cual se había quedado dormida dos horas antes. El deslumbrante resplandor del sol de las tres de la tarde asociado con la arena blanca, teñía el paisaje de una claridad blanquecina que lastimaba sus ojos. Sin mover siquiera un músculo, la piel de su cara, espalda y hombros, achicharrada y casi en llamas, notó la extremada y casi irreal ausencia de aire en el ambiente. Nada se movía; ni siquiera los diminutos cristales de arena que brillaban justo bajo sus ojos. Tampoco lo hacían los finos pastitos que algunos metros más allá, daban inicio al final de la playa, y auguraban la proximidad de la calle.


A Lucía le costaba respirar. No sabía si por las quemaduras que el sol había dejado en su espalda, o por la falta de aire. Con cada trabajosa y entrecortada inspiración que intentaba, el pesado aire que ingresaba a sus pulmones hacía que la piel de su espalda amenazara con rajarse como hoja seca, al tiempo que el dolor en la carne debajo de ella se volvía insoportable. Aún sin moverse, comenzó a presenciar la tambaleante huída de un cascarudo torito, que entre los pequeños montículos de arena que se extendían ante sus ojos, intentaba presuroso llegar a los pastos. Lo siguió con la mirada por casi un minuto; luego decidió tratar de incorporarse.


Al flexionar los codos para apoyar sus manos en la arena y poder así levantarse, creyó desvanecer. La visión se le nubló y los oídos se le taparon súbitamente. El dolor que quemaba como fuego en la carne y articulaciones era insoportable, pero a ello se sumó además una rara liviandad de su cabeza. Casi no la sentía; era como cuando a uno se le duerme una pierna o un brazo por falta de irrigación. Puso su mano derecha sobre ella; estaba hirviendo. Una pesada somnolencia le impedía pensar con claridad y los ojos insistían en querer cerrarse a toda costa. Se quedó quieta otro par de minutos –o talvez más- hasta volver a tomar control de sus funciones.


Encontraba demasiado extraño el silencio; pero más aún, la ausencia de gente. Antes de dormirse, había a su alrededor varias personas. Recordaba muy bien a una joven pareja con dos niños pequeños, que hablaron con ella cuando llegó. Algo más allá había también un grupo de adolescentes jugando al fútbol. Una pareja de hombres veteranos bien bronceados, sentados en sus reposeras, y los cuales estaba segura de que eran pareja. Aunque era una playa algo alejada del centro, debido a las altas temperaturas que había en Montevideo por aquellos días, mucha gente se había tirado hasta allí en busca de un respiro al calor intenso. Lo cierto es que ahora no había nadie.


Cuando se sintió algo mejor, giró lentamente su cabeza hacia la derecha en busca de ayuda; luego a la izquierda. La playa estaba totalmente desierta. A ambos lados lo único que vio fueron kilómetros de blanca e inmóvil arena blanca; nada más. No se sentía el más mínimo ruido. No había movimiento alguno. Daba la sensación de que el mundo se había puesto en “pause” mientras dormía, y las personas se habían esfumado en el aire. Su cabeza estaba ahora algo más clara, y esta claridad trajo consigo una suerte de miedo súbito. O quizás angustia. Acto seguido, llegó la soledad. Pero no una soledad común y corriente, sino una soledad vacía. No era una soledad nacida de la ausencia de una persona, sino producto de sentirse sola en el mundo. La última de la especie, por decirlo de alguna manera.


Estaba exhausta. Sabía que tenía que levantarse pronto e irse de allí, pero las fuerzas la habían abandonado junto con las personas. El sol cayendo a plomo sobre su cuerpo durante dos horas, parecía haberle secado cada fibra de cada músculo de su cuerpo, y su cerebro, medio achicharrado también, no era capaz de tomar el control de la situación. De pronto, un sonido rápido y agudo la sacó de su letargo. Una gaviota le pasó justo por encima, en vuelo rasante desde el agua. “El mundo sigue andando”- fue el primer pensamiento que apareció en su mente, aunque el mismo fue boicoteado súbitamente por otro graznido similar al anterior, aunque algo más distante. Alcanzó a ver la sombra, y luego la silueta de otra ave volando hacia el interior de la tierra. Luego otra; y otra... y otra. En pocos segundos el sonido era abrumador. Desde su posición boca abajo y alzando un poco la mirada, vio un espectáculo de movimiento tan asombroso como el de inercia que había contemplando desde que despertó. Eran cientos, miles de pájaros alejándose en bandada del océano. A baja altura, el sonido del batir de sus alas era casi tan abrumador como el de sus graznidos. La sombra provocada durante algunos minutos por la nube de aves le puso un freno temporal a los mortales rayos del sol, y permitió a Lucía ingerir un poco de aire fresco. Impulsada por sus manos, elevó el torso del suelo y logró ponerse de rodillas. La nube de aves estaba llegando a su fin.


Ya incorporada, vio pasar sobre su cabeza la última gaviota rezagada. El cielo volvió a quedar vacío, y el sol retomó su mortal reinado. Algo en cambio no era como antes. El silencio absoluto se había marchado, y en su lugar había quedado una especie de bruma sonora cuya intensidad iba en aumento. Una suave brisa proveniente del océano movió hacia adelante sus cabellos sueltos y le rozó los hombros, como queriendo llamar desesperadamente su atención. Instintivamente giró su cuerpo hacia el agua.


Tuvo que subir su mirada 45 grados para poder verla completa. La pared de agua de la altura de un edificio estaba a pocos metros de la orilla y avanzaba tranquila, silente, arrasando todo a su paso. En un segundo el sol se ocultó tras ella y el día se hizo noche. Una lágrima triste de resignación corrió por su mejilla, como queriendo escapar de lo inevitable. Lucía supo que era el fin.


Cerró sus ojos.


1 comentario:

  1. Supongo que todos tenemos algún sueño que se repite muy a menudo en nuestras noches. No recuerdo que edad tenia la primera vez que lo soñé, sé que era muy pequeña, porque ese sueño es uno de mis primeros recuerdos de vida. Luego a lo largo de los años ha tenido variantes, escenarios diferentes, distintas personas, pero siempre estuvo acompañado de la misma sensación: la resignación de estar presenciando mis últimos segundos de vida, ni siquiera es miedo, angustia o pánico, solo resignación de estar mirando a la muerte a los ojos, en una inmensa ola que cubre el horizonte y va a su paso cubriéndolo todo.
    Gracias por esta versión, tal vez sea el próximo escenario de mi repetitivo sueño.

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Diga sin miedo lo que piensa, acá no hay censura de ninguna clase. Le sugiero igual que impere el respeto, en caso contrario difícil que pase.