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martes, 11 de mayo de 2010

MUERTO DE RISA

Por Hernán Barrios


Esta historia me la contó una persona de mucha confianza, y realmente no tengo motivos para dudar de su veracidad.



Según cuentan se llamaba Larry Zhita, pero en el bar lo conocían como El Carca. Había nacido en Ucrania, aunque pasó toda su vida en Montevideo, ya que a los pocos meses de nacido sus padres se vinieron a vivir a Uruguay. Era grande en todo el sentido de la palabra; alto, ancho, gordo y profundo. Tenía 28 años, y no hacía absolutamente nada con su vida; nada, más que pasar sus días y noches en el bar de Braulio, comiendo y tomando cerveza hasta reventar.


Pero la principal característica de El Carca no era su increíble capacidad para ingerir litros y litros de alcohol sin derrumbarse, o de comer 4 porciones diarias de papas fritas con 6 huevos fritos sin pestañear (ni explotar); lo que lo hacía diferente era su risa. La risa de El Carca era distinta a la del resto de los mortales, por varios motivos. Primero, por el tono de la misma, el cual era extremadamente agudo, y le daba una consistencia tan latosa y chillona que realmente contrastaba con la gigantesca fuente emisora de su dueño. Segundo, por la desorbitante potencia, que aturdía a todo aquel que estuviera medio cerca. Tercero, por el bajo umbral que tenía para comenzar a reírse. Cualquier cosa le causaba risa; incluso cosas que a una persona normal apenas le dibujaban una mueca, a él lo hacían explotar en carcajadas. Y cuarto y principal, su duración. El Carca podía estar desde unos cuántos minutos hasta horas, riéndose sin parar de un mismo episodio.


Sus amigos de bar disfrutaban de esta particular característica de El Carca, y todo el tiempo le hacían chistes para despertar al monstruo de su risa. Pero una noche se les fue la mano. El Tuerto Bellavista entró al bar a eso de las 10, y se fue derechito a donde estaba El Carca, a contarle un chiste que acababa de escuchar. El Tuerto era particularmente eficaz para estos menesteres, y parece ser que el chiste fue uno de los mejorcitos que se habían escuchado por esos pagos. Una vez terminado, la barra se rió y aplaudió la exposición durante algunos minutos. Una vez concluido el efecto chistístico, el único que siguió riéndose sin menguar un ápice la intensidad de la expresión de júbilo fue El Carca.


Eran ya casi las 3 de la madrugada cuando el bar estaba por cerrar, y parece ser que este risueño muchachote seguía festejando el chiste de su amigo, como si recién acabara de escucharlo. Empujados casi a prepo por el dueño del tugurio, la barra se retiró del lugar a puro grito y carcajada. A eso de las 7 de la tarde del día siguiente, El Carca entró como todas las tardes al lugar, y aún seguía riéndose mientras recordaba el chiste de su amigo del día anterior. Era como si el botón de la risa se le hubiera trabado en “on”, y nada pudiera hacer al respecto. La noche continuó y el lugar comenzó a poblarse de parroquianos. Por momentos parecía que la risa de El Carca iba a llegar a su fin, pero enseguida revivía con nuevos bríos. Era como un ataque de hipo, pero de risa. La noche continuó entre botellas y risas, y nuestro alegre amigo si bien se lo veía de buen humor (...?), había comenzado a sentirse algo débil y cansado. Otra vez los echaron del lugar cerca de las 4 de la madrugada, y cada uno partió para su casa.


Al otro día eran ya casi las 8 de la noche y en el boliche resultaba extraño que El Carca aún no hubiese llegado. La barra estaba sentada en una de las mesas del rincón, en penumbras y hablando en voz baja. De pronto unas risas conocidas que venían de la vereda, atravesaron las paredes del viejo boliche y llegaron hasta el mostrador. No cabía ninguna duda de que era El Carca, y a la barra le volvió el alma al cuerpo. Entre risas abrió la puerta del lugar, miró fijo a la barra, les regaló una última carcajada, y cayó muerto.


Parece insólito, pero la autopsia reveló que murió de un paro cardíaco provocado por el esfuerzo extra que realizó el corazón de El Carca, al tener que soportar 36 horas de risa continua.



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