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Artes gráficas: CASIANIMAL. |
No
hacía más de seis o siete meses que la tenía, y estaba flamante. La lavaba una
vez por semana, la enceraba, la aceitaba, y jamás la dejaba afuera. Además de
eso me había dado por hacerle una serie de mejoras a modo de tuneo, para lo
cual le había instalado una serie de accesorios para bicicletas, como por ejemplo en el cuadro un pequeño inflador, un set básico de
herramientas debajo de la montura, punteras en los pedales, guardabarros, un
pequeño espejo retrovisor en el puño derecho, luz de frenos y lo más
maravilloso de todo, una computadora de abordo. Para los que no lo sepan, les
cuento que la dichosa computadora no es otra cosa que un dispositivo del tamaño
y características de un reloj pulsera, que se instala en el manillar, y que
mediante un mecanismo ligado a la rueda, brinda información que tiene que ver
con la velocidad, los kilómetros recorridos, promedios varios, etc. Como dije,
la bicicleta estaba hecha una pinturita. Era además mi medio de transporte para
ir a trabajar, a estudiar, y a cualquier destino dentro de los límites de
Montevideo.
Esa
tarde había ido a la peluquería, la cual estaba ubicada en la zona del Cordón,
a pocas cuadras de la Asociación Española.
Cabe aclarar a los lectores que no conocen Montevideo, que el barrio al cual
hago referencia está dentro de lo que se podría considerar el centro de la
ciudad, en una zona que en esa época se podía considerar como segura. A pesar
de esta seguridad, y en virtud de que tenía que dejar la bicicleta afuera, por
no contar la peluquería con espacio suficiente para entrarla, le puse una cadena
que unía el cuadro a la rueda trasera e impedía que esta última girara. A su
vez la recostaba contra la vidriera misma del local, a fin de mantener todo el
tiempo contacto visual con ella, y evitar sorpresas indeseadas.
La cosa
es que estaba yo conversando animadamente con el peluquero y con el corte de
pelo en pleno proceso, cuando alcancé a oír una especie de chasquido metálico
que me puso en alerta. A riesgo de que el profesional capilar me incrustara una
tijera en la nuca hasta la silla turca, giré violentamente mi cabeza 90º hacia
la izquierda y pude ver, sumergido en una especia de niebla mezcla de asombro y
desesperación, que mi bicicleta no estaba.
–Lo que
sigue ocurrió, visto desde la distancia obligatoria que impone el paso del
tiempo, en una especie de cámara lenta atemporal y acuosa que me impide hoy día, dar datos certeros y exactos sobre ello. Algunas personas me han
dicho que esta especie de realidad paralela que se formó en el preciso instante
en que noté la ausencia del vehículo, es producto de una súbita liberación de
adrenalina ordenada por el cerebro, que hizo que mi atención se enfocara pura y
exclusivamente en este hecho, y dejara momentáneamente fuera de mi percepción
al resto de las cosas, las cuales a su entender en ese instante, resultaban
irrelevantes.
¡La
bicicleta!- fueran las dos palabras que saltaron de m boca casi en forma
automática, y que pusieron al señor de las tijeras también en guardia. De un
salto llegué a la puerta, la cual no estaba a más de tres pasos de mi
ubicación, y miré en ambas direcciones, desesperado. El peluquero, a mi lado.
¡Allá va!- gritó, al tiempo que señalaba a un hombre de tez oscura que a eso de
una cuadra de distancia, corría con mi bicicleta al hombro. Era claro que había
intentado hacerla andar, pero al no conseguirlo por culpa de la cadena, -ese
fue el chasquido que escuché- decidió huir con ella en brazos. No lo pensé. La
siguiente imagen que tengo es de mí mismo corriendo por la calle a todo lo que
podía, con el pelo a medio cortar, gritando y puteando a grito pelado al
chorro, con la capa esa que te ponen para no ensuciarte la ropa volando al
viento, y a mi peluquero corriendo dos metros detrás de mí con la tijera en la
mano. Batman y Robin en versión pobre y a medio vestir, se podría decir. Vaya
uno a saber lo que habrán pensado los vecinos que nos vieron en ese momento
corriendo despavoridos por la calle, pero lo cierto es que a mí lo único que me
importaba era recuperar mi preciosa bicicleta.
El
ladrón era grande y fuerte, pero no tanto como para correr con una bicicleta
sobre sus hombros más rápido que nosotros, por lo que pronto comenzamos a
alcanzarlo. Recuerdo claramente que no dejaba de putearlo en todos los
dialectos conocidos, incluidos sus respectivos lunfardos, al tiempo que agitaba
mis brazos en una clara señal intimidatoria hacia el ladrón. La persecución
duró apenas un par de cuadras, ya que casi al llegar a Br. Artigas y viendo que
nosotros ya le estábamos pisando los talones, decidió con buen tino tirar la
bicicleta hacia un costado, y continuar su huida sin peso extra. No lo dudé.
Una vez que vi caer mi bicicleta al piso y en vista de que nuestro reencuentro
era inminente, dí por concluida la persecución, y dejé que el malhechor
siguiera su camino. Así también lo hizo el noble peluquero. Tampoco era
cuestión de andar arriesgándome a intentar darle un escarmiento al morocho
grandote, ya casi sin adrenalina y además sin el peluquero, y correr el riesgo
de recibir una golpiza furibunda por parte del ladrón.
La tomé
entre mis brazos, y con ella a cuestas desandamos el camino hasta la
peluquería. Al llegar pude constatar que, salvo por un par de rayones producto
del golpe contra el piso, no había sufrido daños de consideración. Esta vez, en
un acto que repetiría el tiempo que seguí yendo a esa peluquería, la metí para
adentro del local y la apoyé contra la pared del fondo. No fue sino hasta el
momento en que ya entre risas y anécdotas me volví a sentar en el sillón del
peluquero, que tomé conciencia del ridículo show que habíamos montado ante la
atónita platea compuesta por vecinos y transeúntes. Supongo que al verme correr
como un loco con la capa esa, y con el peluquero pisándome los talones con la
tijera en la mano, lo primero que habrán pensado era que el tipo corría para matarme.
Menos mal que en ese tiempo no existía Youtube, Facebook, Twitter, ni nada de
eso, porque sino seguro habríamos saltado a la fama en alguna red social.
Y así
fue queridos amigos, cómo junto con mi peluquero de confianza, rescaté por
primera vez a mi bicicleta montaña roja de las garras de los amigos de lo
ajeno. La segunda vez, si es que no lo han hecho aún, ya saben dónde leerlo. Y
la tercera no tiene, lamentablemente, un final feliz.
Qué hermosa la bici, muy buena anécdota una pena que la tercera no tiene final felíz :(
ResponderBorrarY viste como es Nadia, rescatar 3 veces una bicicleta en una ciudad de 1.5 millones de habitantes, ya sería como medio mucho. Desde entonces, decidí cambiar las ruedas por los pies.
ResponderBorrarGracias por pasar.