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jueves, 16 de febrero de 2012

MI BICICLETA MONTAÑA ROJA

Por Hernán Barrios

Artes gráficas: CASIANIMAL.
Hubo una época de mi vida en la que mi aprehensión por los bienes materiales era un tanto desmedida. Pero no porque fuera materialista ni porque hiciera acopio de cosas, sino simplemente porque me encariñaba de tal forma con ciertos objetos, que me costaba mucho desprenderme de ellos. Eso me ocurrió por ejemplo con mi bicicleta montaña roja, a la cual cuidaba y protegía con ahínco y dedicación, y que a pesar de lo cual la sustrajeron tres veces. Hace mucho conté en una extensa publicación en este blog las peripecias sufridas en el segundo robo, las cuales incluían su final recuperación, pero nunca compartí, quizás por ser menos espectaculares, las instancias de la primera vez que los amigos de lo ajeno intentaron despojarme de mi leal birodado. He aquí la historia.



No hacía más de seis o siete meses que la tenía, y estaba flamante. La lavaba una vez por semana, la enceraba, la aceitaba, y jamás la dejaba afuera. Además de eso me había dado por hacerle una serie de mejoras a modo de tuneo, para lo cual le había instalado una serie de accesorios para bicicletas, como por ejemplo en el cuadro un pequeño inflador, un set básico de herramientas debajo de la montura, punteras en los pedales, guardabarros, un pequeño espejo retrovisor en el puño derecho, luz de frenos y lo más maravilloso de todo, una computadora de abordo. Para los que no lo sepan, les cuento que la dichosa computadora no es otra cosa que un dispositivo del tamaño y características de un reloj pulsera, que se instala en el manillar, y que mediante un mecanismo ligado a la rueda, brinda información que tiene que ver con la velocidad, los kilómetros recorridos, promedios varios, etc. Como dije, la bicicleta estaba hecha una pinturita. Era además mi medio de transporte para ir a trabajar, a estudiar, y a cualquier destino dentro de los límites de Montevideo.

Esa tarde había ido a la peluquería, la cual estaba ubicada en la zona del Cordón, a pocas cuadras de la Asociación Española. Cabe aclarar a los lectores que no conocen Montevideo, que el barrio al cual hago referencia está dentro de lo que se podría considerar el centro de la ciudad, en una zona que en esa época se podía considerar como segura. A pesar de esta seguridad, y en virtud de que tenía que dejar la bicicleta afuera, por no contar la peluquería con espacio suficiente para entrarla, le puse una cadena que unía el cuadro a la rueda trasera e impedía que esta última girara. A su vez la recostaba contra la vidriera misma del local, a fin de mantener todo el tiempo contacto visual con ella, y evitar sorpresas indeseadas.

La cosa es que estaba yo conversando animadamente con el peluquero y con el corte de pelo en pleno proceso, cuando alcancé a oír una especie de chasquido metálico que me puso en alerta. A riesgo de que el profesional capilar me incrustara una tijera en la nuca hasta la silla turca, giré violentamente mi cabeza 90º hacia la izquierda y pude ver, sumergido en una especia de niebla mezcla de asombro y desesperación, que mi bicicleta no estaba.

Lo que sigue ocurrió, visto desde la distancia obligatoria que impone el paso del tiempo, en una especie de cámara lenta atemporal y acuosa que me impide hoy día, dar datos certeros y exactos sobre ello. Algunas personas me han dicho que esta especie de realidad paralela que se formó en el preciso instante en que noté la ausencia del vehículo, es producto de una súbita liberación de adrenalina ordenada por el cerebro, que hizo que mi atención se enfocara pura y exclusivamente en este hecho, y dejara momentáneamente fuera de mi percepción al resto de las cosas, las cuales a su entender en ese instante, resultaban irrelevantes.

¡La bicicleta!- fueran las dos palabras que saltaron de m boca casi en forma automática, y que pusieron al señor de las tijeras también en guardia. De un salto llegué a la puerta, la cual no estaba a más de tres pasos de mi ubicación, y miré en ambas direcciones, desesperado. El peluquero, a mi lado. ¡Allá va!- gritó, al tiempo que señalaba a un hombre de tez oscura que a eso de una cuadra de distancia, corría con mi bicicleta al hombro. Era claro que había intentado hacerla andar, pero al no conseguirlo por culpa de la cadena, -ese fue el chasquido que escuché- decidió huir con ella en brazos. No lo pensé. La siguiente imagen que tengo es de mí mismo corriendo por la calle a todo lo que podía, con el pelo a medio cortar, gritando y puteando a grito pelado al chorro, con la capa esa que te ponen para no ensuciarte la ropa volando al viento, y a mi peluquero corriendo dos metros detrás de mí con la tijera en la mano. Batman y Robin en versión pobre y a medio vestir, se podría decir. Vaya uno a saber lo que habrán pensado los vecinos que nos vieron en ese momento corriendo despavoridos por la calle, pero lo cierto es que a mí lo único que me importaba era recuperar mi preciosa bicicleta.

El ladrón era grande y fuerte, pero no tanto como para correr con una bicicleta sobre sus hombros más rápido que nosotros, por lo que pronto comenzamos a alcanzarlo. Recuerdo claramente que no dejaba de putearlo en todos los dialectos conocidos, incluidos sus respectivos lunfardos, al tiempo que agitaba mis brazos en una clara señal intimidatoria hacia el ladrón. La persecución duró apenas un par de cuadras, ya que casi al llegar a Br. Artigas y viendo que nosotros ya le estábamos pisando los talones, decidió con buen tino tirar la bicicleta hacia un costado, y continuar su huida sin peso extra. No lo dudé. Una vez que vi caer mi bicicleta al piso y en vista de que nuestro reencuentro era inminente, dí por concluida la persecución, y dejé que el malhechor siguiera su camino. Así también lo hizo el noble peluquero. Tampoco era cuestión de andar arriesgándome a intentar darle un escarmiento al morocho grandote, ya casi sin adrenalina y además sin el peluquero, y correr el riesgo de recibir una golpiza furibunda por parte del ladrón.

La tomé entre mis brazos, y con ella a cuestas desandamos el camino hasta la peluquería. Al llegar pude constatar que, salvo por un par de rayones producto del golpe contra el piso, no había sufrido daños de consideración. Esta vez, en un acto que repetiría el tiempo que seguí yendo a esa peluquería, la metí para adentro del local y la apoyé contra la pared del fondo. No fue sino hasta el momento en que ya entre risas y anécdotas me volví a sentar en el sillón del peluquero, que tomé conciencia del ridículo show que habíamos montado ante la atónita platea compuesta por vecinos y transeúntes. Supongo que al verme correr como un loco con la capa esa, y con el peluquero pisándome los talones con la tijera en la mano, lo primero que habrán pensado era que el tipo corría para matarme. Menos mal que en ese tiempo no existía Youtube, Facebook, Twitter, ni nada de eso, porque sino seguro habríamos saltado a la fama en alguna red social.

Y así fue queridos amigos, cómo junto con mi peluquero de confianza, rescaté por primera vez a mi bicicleta montaña roja de las garras de los amigos de lo ajeno. La segunda vez, si es que no lo han hecho aún, ya saben dónde leerlo. Y la tercera no tiene, lamentablemente, un final feliz. 

2 comentarios:

  1. Qué hermosa la bici, muy buena anécdota una pena que la tercera no tiene final felíz :(

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  2. Y viste como es Nadia, rescatar 3 veces una bicicleta en una ciudad de 1.5 millones de habitantes, ya sería como medio mucho. Desde entonces, decidí cambiar las ruedas por los pies.

    Gracias por pasar.

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