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domingo, 11 de marzo de 2012

LA PLAZA

Por Hernán Barrios


“LAS PLAZAS DE LOS PUEBLOS Y CIUDADES DEL INTERIOR DEL PAÍS SON MÁGICAS”.

La lógica irracional sobre la cual se fundamenta tan tajante afirmación, tiene seguramente amarras en un compilado gigante de recuerdos, provenientes básicamente de mi adolescencia. Cierro los ojos y me instalo mentalmente en aquellos años y en aquella plaza, y mi conciencia se puebla inmediatamente de imágenes a todo color de caras de personas que en su mayoría no he vuelto a ver, de sonidos de canciones de moda, y de olores que traen de la mano, recuerdos maravillosos.

La plaza de mi pueblo tiene determinados rincones y objetos que hacen a su esencia, y son marco de cada historia allí vivida. Uno de ellos puede ser una gran estatua de José Artigas (nuestro prócer) ubicada sobre la acera sur, justo frente a la Iglesia. Otro, una hermosa fuente con chorros de agua en el centro. También grandes canteros con verde césped y flores, y los típicos bancos de madera esparcidos todo alrededor de ella. Con eso nos bastaba para que en aquel cuadrado de piso de baldosones de granito, girara magnífica, nuestra vida de adolescentes.

Mis púberes pies se atrevieron a cruzarla por primera vez en plan mayor a los 14 años, camino a mi primer baile en el Centro Democrático. Una extraña sensación que se debatía entre miedo y alegría, acompañó cada uno de los pasos que di sobre ella. ¡Ya era grande! Había ido desde siempre a aquella plaza, pero acompañado por mis padres o mis tías. Ahora era diferente. Andar solo sobre ella era sinónimo de independencia y libertad. A partir de ese momento me hice abonado y no dejé de visitarla hasta que mi barco puso proa hacia otras tierras. Pero qué era de aquella plaza lo que generaba aquel mágico magnetismo, no lo sé exactamente. Supongo que era yo mismo, y nada más. Presiento también que mis fluidos hormonales corriendo en torrentes por cada fibra de mi cuerpo, tenían algo que ver en toda esta cuestión. La cosa es que los viernes y sábados de noche, estábamos ahí. Y las mateadas de los domingos por la tarde, eran sagradas. Si hasta me parece verme sentado en uno de los petisos muros internos, con algún amigo, haciendo la previa para ir al baile, y creyendo divisar a la distancia y entre la multitud, la barra de la chica que me gustaba. Y luego, agudizar más la vista para verla a ella puntualmente. No era tarea sencilla, ya que el sistema lumínico de la época no colaboraba para nada en tan loable misión. De todas maneras, generalmente el resto de nuestros sentidos estaban dispuestos a echarnos una mano, sensibilizados al máximo por grandes impulsos testosterónicos propios de la edad. Luego, cuando pasaba frente a nosotros, ni una palabra. Y bueno, a pesar de las hormonas y todo eso, también era tímido.

Después estaba la típica vuelta a la plaza –que en realidad eran varias, por no decir muchas- en un incesante pavoneo también propio de la edad, procurando ver y a la vez ser visto. Era como un desfile de modas pero en cuadrado y en patota, o al menos en dúo. Francamente, yo no era muy afín a esta costumbre, quizás porque mi baja autoestima de la época me decía que no había mucho para mostrar, pero de todas formas igual seguía a la manada. Mas adelante y ya un poco más creciditos, optamos por abandonar la clásica vuelta y atrincherarnos en un banco –en lo posible siempre el mismo-, el cual estaba estratégicamente ubicado de tal forma que nos permitiera conseguir de igual manera, los objetivos antes mencionados. Ya más grandes, alrededor de los 17, este mismo banco pasó a llamarse formalmente el “banco de las filosofaciones”, dando lugar a toda clase de interminables charlas sobre la vida, el amor y la mar en coche. En él tejimos las más rebuscadas estrategias para lograr que la chica que ocupaba nuestros sueños en ese momento, supiera lo que sentíamos por ella. Nuestro grado de valentía hacía impensable un encare directo, así que todo se trataba de conseguir por tabla, involucrando a terceros y cuartos, y confiando en que el azar, la casuística y los dioses estuvieran siempre de nuestro lado, cosa que por cierto, rara vez sucedía. Si bien el tema féminas ocupaba entre un 50 y un 95 % de nuestras charlas, dependiendo de la época del año, también supimos sacarle lustre a muchos otros, como el futuro, el destino, los estudios, la música y más.

Era una época de preparación para la vida. De responsabilidades simuladas. De pasos cortos y sueños largos. No sentíamos la asfixia que trae consigo luego, la vida de adulto, y teníamos la liviandad que a esa edad otorga, el no depender de uno mismo. El tiempo siguió pasando y vino luego la etapa de volver a andar de a dos en la plaza, pero ya no siempre con amigos. Se agregaba así a la sensación de libertad, la del corazón casi escapando del pecho, al sentir aquella mano tibia y suave, aferrada a la nuestra. Aunque a los amigos no se los dejaba así nomás; los sábados de noche era de novios y los domingos de tarde, mateada con amigos. La vida en la plaza fue maravillosa. Costó abandonarla tanto como de niño a aquel juguete preferido. Nos aferramos a ella tanto como pudimos porque sabíamos que dejarla, era darnos de lleno contra la vida real. Nos resistimos, pero al final lo tuvimos que hacer. Teníamos caminos que seguir y sueños que cumplir. Y desafortunadamente, cada uno de los caminos no hacía otra cosa que alejarnos de ella más y más. Ahora todo lo que nos queda es el sabor dulce de las cosas en ella vividas, y el amargo de las que no nos atrevimos a vivir. La dulce tibieza de aquellos labios besados, y la insípida incógnita de aquellos que ni siquiera nos animamos a mirar. La plaza nos preparó para la vida. La plaza es, creo yo, la vida misma.

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