Páginas

sábado, 22 de diciembre de 2012

LA VIEJA ATORRANTA

Por Hernán Barrios


Otro año llega a su fin. Pero no uno cualquiera, sino el 2012, el que supuestamente y para nosotros los terrícolas iba a ser el último. Recuerdo que escribí sobre esto hace ya casi un año en el artículo titulado A VIVIR QUE SE TERMINA EL MUNDO. Pero el tema es que, a pesar de que las cosas están bastante jodidas en el planeta, todavía estamos acá, vivitos y coleando. Por ende y ante la evidente imposibilidad de zafar del compromiso, ha llegado el momento de volver a escribir un nuevo saludo de bienvenida al año que comienza.

Pero en esta oportunidad y por primera vez, he decidido copiar un cuento de otra persona. ¿Por qué lo hago? Porque la historia que voy a compartir transmite, exactamente, los sentimientos que me acompañan este fin de año y que quiero evocar, y porque yo no podría, por más que lo intentara, hacerlo mejor.

Lo que voy a transcribir es el capítulo final del último libro del licenciado Gabriel Rolón, titulado Encuentros (El lado B del amor). Este libro llegó a mis manos vaya uno a saber si por obra y arte de la casualidad o del destino –que son las dos opciones posibles-, y tuvo la enorme virtud de hacerme reflexionar sobre temas tan cotidianos y complejos como lo son el amor, las relaciones humanas, la fidelidad y su antónimo, el deseo, la pasión, la niñez, la adultez, etc. Todo abordado desde el punto de vista de la psicología pero explicado en un lenguaje claro y coloquial, e ilustrado con ejemplos reales nacidos en el diván del autor.

sábado, 15 de diciembre de 2012

LA LÁGRIMA

Por Hernán Barrios


El agudo silbido que entró por mi costado trajo consigo la certeza del fin. No sentí dolor, solo un ardor caliente que me incendió el pecho y reventó el alma. Mi tiempo se detuvo siglos antes de que el sonido de aquella lejana detonación entrara, sigiloso y transparente, en mis oídos. Luego, solo silencio.

Era temporada de caza y las estancias de la zona estaban atestadas de gringos armados en busca de liebres, mulitas o perdices. Yo lo sabía y debí tomar las precauciones del caso. Un descuido simple y fatal.

Creo que antes de tocar el piso llegué a susurrar un triste –“puta carajo…” que más que una puteada fue una súplica. Un intento reflejo de estrujar la certeza de la realidad y torcer la trayectoria de aquella bala asesina. Miré al cielo y el blanco hirviente del sol del mediodía me cegó por completo.

No hay tiempo para lamentos cuando un pedazo de plomo te raja el corazón al medio. Solo una lágrima, triste y resignada, deja en la tierra el húmedo registro de una vida que se apaga.