Al
principio pensamos que eran hormigas voladoras, que si bien son
molestas, por lo menos no pican. Pero cuando sentí el pinchazo en la
panza me dí cuenta de que estábamos en presencia de otro bicho,
igual de molesto, pero mucho más malvado. Avispas.
Chicas,
-digamos tamaño mosquito con esteroides- pero musculosas, y según
testifica mi prominente área estomacal, con un aguijón poderoso.
Todo ocurrió cuando estábamos de lo más panchos en Ferrando, una
de las playas más lindas y familiares de Colonia. No hacía mucho
rato que habíamos llegado, pero ya teníamos desplegado todo el
arsenal de elementos necesarios para una tarde de playa: sombrilla,
conservadora, toallones, la bolsa con los juguetes, etc., y con
Franca estábamos tratando de agarrarle la mano al disco volador, el
cual era nuestra última adquisición. Estaba ventoso, bastante
ventoso, y el disco medio que andaba solamente en una dirección. Era
como que tenía ínfulas de búmerang, el aparato. Pero menciono lo
del viento, porque en un determinado momento comencé a notar que
junto con él, venían también otras partículas -pocas aún- que
como pasaban tan rápido no me daba tiempo a descifrar si eran arena,
mosquitos, mosquitas de esas diminutas pero que rompen los huevos
como si fueran tarántulas, u hormigas voladoras.
Igual,
al principio no le dimos bola al fenómeno porque la verdad que no
jodía mucho. No es raro ver tormentas de arena en playas ventosas.
Pero con el correr de los minutos, lo que fuera que estaba viniendo
junto con el viento, estaba empezando a chicotearnos la piel. A mí
que estaba de frente, se me estrelló una contra el ojo izquierdo que
me dejó la cornea tintineando. Ante tamaña colisión, no tuve más
remedio que suspender obligado el asunto del disco, y prestarle más
atención al vendaval. Afiné el ojo que me quedaba sano... mosquitos
doble pechuga, concluí. No fue sino hasta que me encajé un tortazo
en la panza luego de sentir un pinchazo finito y caliente como braza,
que pude ver en mi mano el cadáver de mi agresor. Avispa pigmea.
Agarré
a Franca de la mano y a la voz de... nos atacaaaaan, arranqué con la
gurisa para el agua. Sólo cuando tomamos algo de distancia del
evento, pudimos ver con claridad la magnitud del problema. La
invasión era de dimensiones catastróficas, y lo que empezó siendo
un puñado de impertinentes insectos de avanzada, se había
convertido de pronto en una nube oscura que ocupaba casi toda la
playa. La mayoría de las personas habían hecho lo mismo que
nosotros, refugiarse en el agua a esperar que la nube viviente
siguiera su camino.
Pero
después de algunos minutos de observar atónitos lo que sucedía en
tierra firme, nos empezamos a dar cuenta de que los alados invasores
medio que se empezaban a encariñar con la zona -y más
específicamente con nuestras pertenencias- y que, en lugar de seguir
su vuelo frenético hacia tierras lejanas, gran parte de esa masa
amorfa estaba aterrizando sobre ellas. Rápidamente nuestras cosas -y
también las de los demás, obviamente- habían empezado a lucir un
color uniforme y oscuro, que denotaban la presencia de cientos de
miles de avispas en su superficie. Pero el pico de concentración
invasora se ubicó justo en nuestra sombrilla azul, la cual en lugar
de azul a esa altura había mutado a un gris oscuro, movedizo y
zumbón. -Yo nunca vi cosa igual- decía mi tía Estela, quien
hace no menos de treinta años que vive en Colonia.
El
campamento contiguo al nuestro -también abandonado-, pertenecía a
una barra de muchachos jóvenes que al igual que nosotros habían
buscado refugio en el río, y estaba formado básicamente -además de
por una enorme conservadora con bebidas espirituosas-, por cuatro o
cinco sillas plegables de color blanco. La visión era tan majestuosa
como apocalíptica. Sus sillas blancas ahora eran negras, y con cada
minuto que pasaba el panorama se ponía, literalmente, más oscuro.
Nuestros petates habían sido súbitamente arrebatadas por una
bandada de minúsculos insectos, en nuestra propia cara, y por el
momento no parecíamos tener demasiadas posibilidades de
recuperarlos. Una tragedia.
-No
puede ser, de las dos somos la raza superior- pensaba yo mientras
desde lejos contemplaba el panorama, y trataba de encontrar una
salida inteligente al problema. Avispas bonsai contra humanos
estandar. Por el momento era paliza a favor de las primeras. Los
muchachos de al lado iniciaron, de a uno, una campaña de
recuperación de sus sillas plegables. La idea era sencilla,
elemental, y la verdad que poco y nada ayudaba a apuntalar mi
pensamiento acerca de la raza superior, la inteligencia y todo eso.
Salían sigilosamente del agua, pegaban un rodeo hasta quedar varios
metros por detrás de sus sillas pero mirando hacia el río, y
emprendían una loca carrera que apenas les daba tiempo a manotear
una, y seguir corriendo. Una vez que estaban en el agua nuevamente, tiraban la silla
al carajo y pum... las avispas que aún siguieran posadas se
ahogaban. ¡Un derroche de estrategia los locos! La cosa es que así
lo hicieron con cada una de sus sillas, que como ya dije eran cuatro
o cinco, y se podría decir que de alguna manera tuvieron éxito.
Obviamente que tuvo el costo de llevarse cada uno, de recuerdo,
varias decenas de lancetas clavadas en el lomo y zonas aledañas.
Nuestro
campamento seguía cada vez más invadido, tanto, que más de un
bañista se detuvo a sacarle fotos con su celular, a nuestra ex
sombrilla azul. Es angustiante la sensación de impotencia que a uno
lo invade, al ver que un ser -muchos seres en este caso-, se adueña
sin permiso y por la fuerza de algo que te pertenece. Más aún
cuando ese ser es tantas pero tantas veces más pequeño y menos
inteligente que uno. Pensé en echarlas con humo, ¿pero cómo? No
tenía qué ni con qué prender fuego. Y prender fuego la sombrilla
no era una opción. Con agua. Pero primero tendría que tratar de
rescatar un valdecito de Franca -que era el único recipiente que
aparecía como posible- para luego, viaje tras viaje hacia la orilla,
pegarles una remojada a las malditas. Mmm... descarté la idea porque
me pareció que era mucho el riesgo y poca la eficacia que el plan
ofrecía. De última pensé también en seguir el ejemplo de los
vecinos, y tras un rodeo distraído, emprender una frenética
carrera, manotear la sombrilla y seguir hacia el agua. Pero
convengamos que no es lo mismo agarrar a la pasada una silla plegable
que una sombrilla, grande y bien clavada. Para colmo me acordaba que
ese día, como había viento, tuve la precaución de enterrarla más
allá de los límites de la corteza terrestre. Imposible sacarla sin
detenerse y forcejear.
En
un momento notamos que la nube se había ido diluyendo y que la mayor
parte del bicherío que andaba en el aire, había seguido su camino
junto con el viento. ¿Quiénes se quedaron? Los que estaban
cómodamente estacionados sobre nuestras pertenencias, que seguían
siendo muchos, por cierto.
Y
aquí viene el acto de heroísmo. La acción que definitivamente pone
distancia intelectual entre una especie y la otra. Y no vino de mí,
aclaro, sino de mi tía Estela, que en esto de espantar bichos se ve
que tiene vasta experiencia. Se acercó al lugar con sigilo, tomó
del piso una lona de tomar sol, y se cubrió con ella por completo.
-Ta, se va a disfrazar de fantasma y les va a pegar bruto susto-
pensé. Pero no, ya con esa protección sobre su cuerpo y con un
envión de valentía, se arrimó a la sombrilla, la sacó de la
arena, y la arrojó varios metros más allá. El impacto contra el
suelo hizo que la mayoría de las avispas levantaran vuelo y
siguieran su camino a favor del viento. Lo demás, fue pan comido. El
resto de nosotros, ya envalentonados por esa exitosa primera acción,
no tuvimos reparo en seguir sus pasos, y liberar al resto de nuestras
cosas de aquella extranjera invasión.
En
pocos minutos habíamos retomado el control de la situación. Salvo
por aquel tempranero picotón en la panza, ninguno de los integrantes
del equipo sufrió heridas. El sol ya se estaba por ocultar y la
verdad que luego de tamaña batalla, pocas ganas nos quedaban de
apreciar la belleza del ocaso. Juntamos las pertenencias y nos fuimos
del lugar, sacando pecho.
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