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domingo, 31 de enero de 2010

YO NO QUIERO IR PARA AHÍ...

Por Hernán Barrios

Nélida tiene 82 años. Bueno, en realidad sería más justo decir que solo su cuerpo tiene 82, ya que su mente mantiene una claridad digna de una persona mucho más joven. Es delgada, petisita, alegre, conversadora y bastante coqueta. La conocí en la sala de un hospital, mientras cuidaba a mi hermana que había sido operada de apendicitis, y la traté durante 3 días y noches.


Ella estaba ahí desde hacía algo así como 30 días, porque al resbalarse y caerse en el baño de su casa, se había quebrado la cadera y la habían tenido que operar de urgencia. Tenía un hijo que venía a verla cada tanto, y dos sobrinas que se turnaban para pasar un ratito a visitarla a diario, una por la mañana y otra por la tarde. Pero las que estaban todo el día y toda la noche con ella, eran 3 chicas de SECOM.


Nélida estaba muy animada y confiada en que pronto volvería a caminar, y se iría para su casa. Según nos contó con mucho entusiasmo, era divorciada desde hacía muchos años, y estaba muy bien sola. Tenía una casa bastante grande en las inmediaciones del Parque Batlle, en la que vivía desde que se casó, a sus jóvenes 17 años. Con su esposo habían tenido solo un hijo varón, el que por mis cuentas deduje que ahora tenía unos 55 años, y era abogado. Si bien no hablé con él, en esos 3 días que estuve en el sanatorio lo vi una vez hablando con el doctor, y con una de las acompañantes.


Marquitos –como le decía ella- era un tipo alto, de barba, bien trajeado, y bastante serio. Tenía una voz grave, fuerte, y gesticulaba mucho al hablar. Me dio la impresión de ser una de esas personas que cuando te hablan tratan siempre de convencerte, y a su vez tratan también de convencerse a ellas mismas. Un signo típico de inseguridad, creo yo. Las sobrinas, cuyos nombres no recuerdo, eran dos mujeres de entre 30 y 35 años, muy nerviosas, y las cuales en los cinco o diez minutos que estaban en la sala, armaban un caos gigante. Llegaban hablando fuerte, casi corriendo, hablaban más con la acompañante que con la enferma, y tan rápido como llegaban, se iban. Eran una especie de huracán humano. Igualitas ambas.


Nélida era tan extrovertida y simpática, que con mi hermana rápidamente desarrollamos una suerte de cariño por ella. Era una especie de abuela postiza, muy divertida por cierto. Yo en particular, estaba extasiado con su alegría, positivismo y ganas de vivir que la desbordaban, y regalaba a todos quienes andaban cerca. A pesar de lo importante de la operación que había tenido que sufrir y de los riesgos que ella tenía, sobre todo teniendo en cuenta la cantidad de años que Nélida llevaba encima, en ningún momento dejó de creer en que se iba a recuperar, y que iba a volver a hacer la vida que hacía antes de operarse.


Supongo que debe ser ese mismo cariño que siento por esta abuela, el que me llevó a escribir esta historia. Esta historia cuyo final no sé, y quizás no sepa nunca, pero que imagino. Esta historia que venía bien, hasta la tarde del tercer y último día en que estuvimos ahí con mi hermana. Esa tarde en el que el aire se enrareció, y la alegría de Nélida simplemente desapareció.


Ya desde temprano de la tarde yo había notado algo extraño en el lugar, ya que en un hecho poco habitual, había visto pasar más de una vez por el pasillo y a través de la puerta de la sala, siempre entreabierta, a ambas sobrinas. En una ocasión habían incluso hecho salir a Andrea (la acompañante más joven del grupo), para decirle algo, y cuando regresó noté en su mirada que algo no muy bueno estaba sucediendo. Nélida se mantenía ajena a todo este inusual movimiento, ya que desde su cama no tenía forma de ver hacia fuera. Faltaban algo así como 5 minutos para las 6 de la tarde, y la paciente recién había terminado de comer toda su comida (ya que según ella, si comía todo se iba a recuperar más rápido), cuando entraron a la sala las sobrinas de la anciana, juntas, y para mi sorpresa y la de todos, lentamente. Andrea cedió la silla en la que estaba sentada a una de ellas, y se retiró hacia atrás.


Mi hermana y yo tampoco quisimos ser indiscretos ante lo que parecía ser una conversación familiar, y como pudimos buscamos algún tema del cual hablar. Pero igual algunas frases de la reunión se colaban por momentos en mis oídos, y entre palabras sueltas y sencillas deducciones, pude fácilmente darme cuenta de lo que allí estaba sucediendo. Frases como “es un lugar precioso”; o “vas a tener muchas amigas”; o incluso “te van a cuidar muy bien”, me dieron la pauta inequívoca y corroborada después por Andrea, que ya estaba al tanto de lo que sucedía, de que Nélida no iba a volver a su casa. Su hijo y sus sobrinas, en una especie de cónclave familiar, habían decidido llevarla a un hogar de ancianos.


Mi corazón se debatía entre la tristeza y la rabia, al irme dando cuenta en tiempo real de lo que le estaban haciendo a esa mujer, que tantas ganas tenía de seguir viviendo. El cuerpo de Nélida estaba viejo, pero su cabeza y su corazón conservaban aún las ganas y el empuje de la juventud. En su casa ella tenía su mundo bien organizado. Su tiempo lo ocupaban su perro, su gato, sus plantas, y sus vecinos. Quizás no fuera un gran mundo, pero era suyo, y era lo único que tenía. Y ahora estas tres personas, en decisión unilateral, se lo estaban quitando.


La alegría de Nélida se apagó tan rápido como se apaga una hornalla cuando cerramos la llave del gas. Luego de que sus sobrinas se fueron, ella quedó mirando para la pared opuesta a nosotros, y no volvió a darse vuelta. Andrea intentó sin éxito hacer que le hablara. Quizás hasta sentía vergüenza esa pobre mujer. Esa mujer que se había deshecho en halagos hablando de su hijo abogado, y ahora el abogado la mandaba sin siquiera dar la cara, a un deposito de viejos.


A la mañana siguiente, temprano, le dieron el alta a mi hermana, y nos fuimos del lugar. Le di un beso en la frente al retirarme, al tiempo que ella parecía estar dormida. No sé cómo terminará esta historia (y creo que prefiero no saber), pero lo que si les puedo decir con certeza es que aún hoy, después de varios días de haber salido del hospital, se me sigue estrujando el corazón cuando recuerdo la única frase, que casi como una súplica y sollozando, Nélida les repetía una y otra vez a sus sobrinas: “Pero yo no quiero ir para ahí…”



NOTA: La foto de portada es solo a título ilustrativo, y no se corresponde con la verdadera imágen de la protagonista de esta historia.



1 comentario:

  1. Esta historia me provoca una especie de indignación y tristeza, porque es real; o sea pasa todos los días. A nuestros abuerlos los llevan a "dépositos" de ancianos porque ya no son productivos, o no pueden cuidarse de si mismos. Es otro claro ejemplo de la falta de valores, solidaridad, egoísmo y agradecimiento de nuestra sociedad. Ellos cuidaron de nosotros y nosotros los dejamos abandonados para que terminen sus días en soledad.

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Diga sin miedo lo que piensa, acá no hay censura de ninguna clase. Le sugiero igual que impere el respeto, en caso contrario difícil que pase.