Teresa tenía 50 años, y había fumado desde los
Lo había intentado por sus propios medios, pero no había dado resultado. Había concurrido a varios lugares en los que te garantizan una rápida liberación del vicio, y nada. Había probado con pastillas, chicles y hasta parches de nicotina, pero los resultados eran nulos. Tanto era así que una vez, luego de presenciar una extensa charla en la que le mostraron una serie de fotografías fuertes, de personas en estado terminal por causa del cáncer de pulmón, salió a la calle y lo primero que hizo fue encender un cigarrillo.
Teresa estaba empezando a asumir que su caso no tenía remedio, ya que con todas las cosas que había probado, ni siquiera había logrado fumar menos. De todas maneras, y perdido por perdido, decidió explorar una última posibilidad.
Aceptó de mala gana la invitación de una amiga a concurrir a la iglesia, a pedirle a Dios que la hiciera dejar de fumar. Según cuenta, lo hizo como lo podríamos hacer usted o yo, medio a lo bruto, y con muy poca esperanza de que funcionara. Su conversación con Dios fue más o menos así: -“si vos realmente existís, quiero que me hagas dejar de fumar”. Pero la poca fe que tenía, se le diluyó cuando terminó el culto, y nada había pasado con su caso. Ni un temblor, ni un viento corriendo por las venas, ni nada. Según ella, un fracaso. Se fueron de la iglesia, y Teresa siguió con su vida.
Una mañana de domingo, en la que habrían pasado tres o cuatro semanas de su concurrencia a
Su primera intención una vez que los tuvo en la mano, fue de fumarse uno, pero inmediatamente se dio cuenta de que no tenía deseos de hacerlo, por lo que volvió a guardarlos en el cajón. Volvió a la cocina, y por más que trató de hacer memoria, no pudo recordar cuándo había sido la última vez que fumó un cigarrillo. Ella cree que al menos hacía 2 o 3 días.
Guardó esa cajilla abierta en aquel cajón al menos durante seis meses, por las dudas. De esto pasaron ya más de 10 años. Teresa nunca más volvió a fumar, ni ha sentido deseos de hacerlo.
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