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martes, 7 de julio de 2009

EL EMPUJONCITO

Por Hernán Barrios

Mi abuelo Tito es hoy, con sus jóvenes 90 años cumplidos en marzo de este año, un personaje tan conocido como pintoresco en la ciudad de Cardona, y sus alrededores. Y según cuentas las historias, ha sido así desde hace bastante tiempo. Mucho más, por cierto, del que yo, con mis 35 años, puedo dar testimonio. Será quizás por esta razón que me gusta tanto escuchar sus historias. Historias que rayan muchas veces la locura y la insensatez, y en las que él siempre es el protagonista.
Mi abuelo Tito ve poco, (yo agregaría que ve poco cuando le conviene), pero el resto de sus facultades están maravillosamente bien conservadas. Se traslada por sus propios medios; escucha bien; habla bien; y piensa mejor. Pero lo que más me asombra es su memoria prodigiosa y con un toque (un toque grande) de creatividad, que le da la capacidad de contar esas historias increíbles que a mí tanto me gustan.
Esta que voy a contar hoy, me la hizo este fin de semana pasado, cuando nos encontramos en Colonia, con motivo del cumpleaños de una de sus hijas. Es una de las tantas historias que involucra a la famosa Ford A (cachila entre nos), que según afirma, fue su compañera fiel durante 40 largos años. Él no les pone título a sus historias, pero yo, con el fin de darle un poco de orden a la cuestión, me voy a tomar la libertad de hacerlo. La llamaré, EL EMPUJONCITO.
EL EMPUJONCITO
Parece que la cachila, que había venido al mundo allá por 1920, no estaba en muy buenas condiciones. Si bien nunca lo había dejado a pié, como dice mi abuelo, siempre le fallaba algo. Cuando no eran las luces eran los frenos; cuando no perdía agua por el radiador, se le salía una rueda; o no le andaba el embrague, o no cerraba una puerta, o el arranque, o los cambios. Sería muy largo hacer una lista de las cosas que no le andaban, pero les tiré algunas para que se hagan una idea. Y como todo vehículo de campaña, si el problema podía ser subsanado momentáneamente para siempre de manera casera (lo atamos con alambre), se hacía. Y así la tipa fue juntando parche tras parche con el paso de las décadas, hasta que en un punto ya fue imposible, por un tema de pesos, poder dejarla en condiciones.
Resulta que ya en la década del 70 (nótese que la cachila andaba ya por sus jóvenes 50 años de edad), las exigencias impuestas por las autoridades para circulas en rutas nacionales, eran mucho más duras que unos cuántos años antes. Fue por este motivo, que mi abuelo muchas veces fue parado por los “chanchos”, ya que saltaba a la vista que aquel vehículo no cumplía con casi ninguna de las normativas vigentes. De todas maneras y según él, nunca llegaron a multarlo, ya que se las ingeniaba para de alguna manera apalabrarlos (y esto sí que le creo, porque letra no le falta) y dejarlos convencidos de que ni bien llegara a la ciudad, iba a poner todo en regla. Cosa que por supuesto nunca hacía, ya que le salía más barato deshacerse directamente del vehículo.
En una de esas tantas veces que fue parado en la ruta por policía caminera, mi abuelo venía cargado de gurises (tenía nueve hijos y siempre había algún colado hijo de algún vecino) y cuando ya caía la noche, lo agarraron sin luces y sin frenos. De lo primero se dieron cuenta porque en la penumbra de la nochecita alcanzaron a escuchar y no a ver, el inminente acercamiento de un vehículo. De lo segundo, porque al hacerle señas con la linterna para que se detuviera, lo hizo a fuerza de rebajes con los cambios, como 100 metros más adelante. Esta vez parece que la falta era grave y los policías estaban firmes y decididos a cobrarle la multa correspondiente. Cuando le dijeron lo que tenía que pagar por la infracción, mi abuelo, al ver lo abultada de la suma, les dijo que se quedaran con la camioneta nomás, ya que parece que así y todo les quedaba debiendo plata. Acto seguido, hizo bajar a todo el mundo y les extendió las llaves a los agentes.
La cosa fue que luego de intercambiar algunas palabras entre ellos, y al ver que si se quedaban con el vehículo, todos esos niños iban a quedar en la ruta y ya era noche cerrada, a los policías se les ablandó el corazón y le dijeron a mi abuelo que por esta vez lo perdonaban, pero que ni bien fuera al pueblo, arreglara las luces y los frenos. Mi abuelo les agradeció y prometió –una vez más- seguir sus directivas a la brevedad. Pero era tanto el descaro de mi abuelo, que una vez que se encontraba ya en el interior de la cachila y con toda la prole nuevamente arriba, asomó la cabeza por la ventanilla y les tiró a los agentes una última frase que según él, fue más o menos así: -“Disculpen oficiales, ¿me podrían dar un empujoncito? Porque tampoco tengo burro de arranque”.
Los policías accedieron, y luego de algunos metros de envión, el tenaz vehículo siguió su camino y se perdió en la penumbra.

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