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sábado, 3 de marzo de 2012

CUATRO PATITAS

Por Hernán Barrios


Era enero, y el viejo edificio estaba vacío y silencioso. Los cursos de verano comenzaban recién el mes siguiente, por lo que a falta de estudiantes, los únicos seres que lo ocupaban eran un puñado de empleados de administración, limpieza y vigilancia. Esa tarde, como todas las tardes, Nancy realizaba su última ronda, dando los retoques finales al hall de entrada, las escaleras, y los baños de estudiantes. Éstos, si bien habían sido reformados varias veces en las últimas décadas, aún seguían manteniendo los rasgos generales de majestuosidad y opulencia, del resto del edificio. Al entrar, un largo corredor de baldosines beige daban la bienvenida al usuario, y un techo oscuro y lejano, naturalmente decorado con telas de araña de principios de siglo, arrojaba a sus ojos una vacía sensación de inmensa soledad. Sobre la pared de la izquierda, una hilera de seis piletas de granito gris con sus correspondientes espejos y luces, le inyectaban una modesta dosis de modernidad al paisaje, y a la derecha, los cubículos sanitarios. Éstos eran también seis, pero de modernidad nula. Separados entre sí por mamparas de madera compensada que se elevaban del piso unos 20 centímetros, puertas sin seguro del mismo material y tazas turcas, eran todo su mobiliario. Cien años de pensamientos estudiantiles impregnados en las paredes, daban a cada uno de los cubículos, su impronta individual.

Nancy era una chica joven, bonita, y muy reservada. Siempre andaba de un lado para otro con sus petates y productos de limpieza en las manos, y auriculares en los oídos. Rara vez se la veía conversando con alguien, y cuando lo hacía, siempre era por cuestiones estrictamente laborales. Dicen que provenía de una familia muy religiosa, y al menos en el tiempo que llevaba trabajando en la facultad, nunca se le descubrió un novio, o algo similar. Todos los días a las 18:15, luego de terminar su jornada laboral, se tomaba el 137 en la parada de la esquina, con destino a casa de sus padres.

Era poco más de las cuatro cuando acercó el balde con agua y los productos de limpieza, a la puerta del baño de hombres. El edificio, quizás por ser viernes, estaba especialmente vacío aquella tarde. Tan solo Juan, el vigilante de la noche, se podía escuchar conversando animadamente con un vecino, lejos, escaleras abajo. La amplitud de los espacios, la altura de los techos, y el revestimiento en mármol de las inmensas paredes, daban a la fauna sonora del lugar una desmedida imponencia. Los pasos livianos de Nancy, el contacto del balde con el piso, y hasta el goteo infinito de la cisterna tres, sonaban inquietantes de más. En esas circunstancias Nancy prefería renunciar a la cálida compañía de la música de sus auriculares, y dejar sus oídos libres para prevenir cualquier eventualidad. Dando por descontado que el baño estaba vacío, y a diferencia de lo que solía hacer en períodos de clases, entró sin anunciarse. No era mucha la tarea, tan solo un repaso ligero porque ya los había limpiado a fondo en la mañana, y además casi no habían sido usados. Comenzó por los espejos.

Llevaba pocos minutos avocada a esa tarea, cuando creyó escuchar un pequeño sonido detrás de sí. Fue mínimo, casual, casi imperceptible. Una especie de chasquido metálico, como si un clip de alambre, de esos de sujetar papeles, cayera sobre el piso. Instintivamente se dio vuelta. Movimiento innecesario, ya que a través de los espejos que cubrían todo el largo de la pared, tenía una visión completa de lo que sucedía a sus espaldas. De todas formas no vio nada raro. Se movió hacia el siguiente espejo y continuó su tarea. Segundos más tarde, le pareció oír una especie de jadeo sofocado; un susurro entrecortado, débil, tanto que parecía incluso venir de otra parte del edificio. Pero venía de allí; estaba segura de que venía de allí mismo. Haciendo un esfuerzo por mantener la calma y contener la respiración, miró hacia atrás, hacia los sanitarios, esta vez sí a través del espejo. Al principio no detectó nada pero luego, al prestar atención a los detalles, los vio.

Eran dos. Grandes, grises, y bastante rotosos eran aquellos championes que apuntaban hacia la pared. ¿Cómo no los noté antes?_ pensó Nancy. Un hombre estaba orinando en uno de los cubículos, y ella se había metido al baño descuidadamente. Al tiempo que se reprochaba su descuido, también le pareció extraño que aquel tipo hubiera estado allí dentro incluso antes de que ella entrara, y no hubiera realizado ruido alguno, que delatara su actividad fisiológica. Decidió salir y esperar afuera a que el sujeto terminara, pero en el momento de retirarse y pasar exactamente frente a la puerta del cubículo, vio algo que hubiera preferido no haber visto. Había dos pies más, esta vez con lustrosos zapatos negros, también mirando hacia la pared e inmediatamente por delante de los championes grises. Esta visión la confundió, al punto de no entender realmente lo que había visto, hasta que estuvo en la vereda contándole a Juan lo sucedido.

Rubén, el negro y fornido cuida coches de la cuadra, fue el primero en pasar minutos después, frente a Juan y Nancy. “Ta mañana”_ les dijo con voz chillona y acento periférico, al tiempo que una seña de su mano derecha reafirmaba su discurso. “Hasta mañana_ respondieron ellos a coro, y con sus miradas apuntando hacia el suelo. Grises.

Buen fin de semana”_ les dijo el Sr. Director, mientras que con su brazo extendido y apretando un botón verde, apagaba la alarma de su coche. “Gracias igualmente”_ respondió solo Juan, ya que a Nancy la garganta le jugó una mala pasada, y no pudo emitir palabra alguna. Sus ojos en cambio, le fueron fieles. Negros y lustrosos. 

2 comentarios:

  1. Te pasas loco, ya me había echo la idea, de una policial jejejeje.

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  2. Es un nuevo género: misterio sexual, jaja. Saludos y gracias por pasar.

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Diga sin miedo lo que piensa, acá no hay censura de ninguna clase. Le sugiero igual que impere el respeto, en caso contrario difícil que pase.