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miércoles, 29 de julio de 2009

SER NIÑO

Por Hernán Barrios


No lo percibimos cuando la vivimos, pero sí cuando la abandonamos. Y cuánto más nos alejamos de esa etapa maravillosa que es la niñez, más maravillosa se vuelve.


Pasan los años, y esos amarillentos y cálidos chispazos de recuerdos, que a velocidad de vértigo vienen de los lejanos tiempos de la niñez y se incrustan como dardos en nuestro actual y gastado corazón, cada vez son mas cálidos... y menos amarillentos. Debe ser la moderna tecnología actual del retoque fotográfico, que se aplica también para los recuerdos. El tiempo avanza, y aquellos que en un momento fueron episodios aislados e intrascendentes en nuestra chiquita vida de niños, hoy son mojones vitales que donde nos descuidemos, nos arrancan sin esfuerzo, una lágrima.


Mi hermana, única y cinco años menor que yo, luego de haber estado casi toda su vida enfrentada a muerte con la tecnología, ahora no solo parece que hizo las pases con ella, sino que además ha rescatado del baúl de los recuerdos, algunas fotos de cuando éramos niños, las ha escaneado, y me las ha enviado por mail. Y fue ahí, mirando fijamente el brillo de mis inocentes ojos de seis años, que sentí por primera vez, el dolor de haber perdido la niñez. O mejor dicho, de haber dejado por el camino las mágicas perspectivas sobre las cosas y las personas, que la niñez otorga.


En mi caso, he abandonado junto con los años, a un niño timorato y cachetón, con ojos achinados, que no hacía absolutamente nada sin pedir permiso a su madre o a su padre. Pero ese niño a su vez, un rato antes había sido un bebe regordete y rolludo, que no hacía otra cosa que llorar y comer; ambas tareas en partes iguales. Dejé también junto con ese niño, la perspectiva de cucaracha que le hacía ver todo desde abajo, y mucho más grande de lo que en realidad era. Mi padre fue perdiendo con los años sus poderes que lo hacían indestructible, y mi madre, con sus jóvenes 27 años, dejó de ser esa mujer mayor y todopoderosa, que marcaba las reglas de juego. Llevo en cambio prendido en el ojal, la mañana aquella en la que al pasarme para la cama de mis padres y notar la ausencia de mi madre, papá me explicó que ella había ido al hospital a tener a mi hermanita.


Guardo en el bolsillo derecho de la camisa, aquella bicicleta amarilla marca OLMOS, que la tía Raquel me regaló una mañana, y también la posibilidad casi real y al alcance de la mano, de poder volar como Superman. Me refugio con fuerza en la casa de la calle Rivera (donde podría decirse que pasé toda mi niñez), con sus grandes manchas de humedad en paredes y techos; aquel sillón bordó y de tapizado rasgado en el que nos tirábamos con mi hermana a mirar televisión después de tomar la leche; la pieza de las tías; un gato blanco llamado Gufi, y la carpintería de mi padre, en cuyo murito trasero, una tarde de primavera él me quitó la venda que me hacía esperar el seis de enero con ilusión, y por la que justo es decirlo, pasaba lo menos posible. Dos por tres me viene a saludar el olor de los pinos de la escuela rural Nº 37, en donde mi tía daba clases, y el silencio de aquel patio vacío, solo quebrado por el canto de los pájaros, me llena los pulmones. Me parece que fue hoy cuando aquella noche de carnaval me separé algunos metros de la mano de mi madre, y creyéndome perdido, me eché a llorar desconsolado. Un vecino me agarró y me llevó hasta donde estaban ellos, 20 metros más atrás. Aún siento la arena mojada que bajo mis pies se hundía y me empujaba caprichosa hacia el fondo del río; y también la mano salvadora de mi tía tomándome fuerte del brazo, y sacándome a la superficie. Los veranos en la casa de mis abuelos en el campo, donde daba vía libre junto con mis primos, a esas energías de niño que reprimía durante todo el año en la ciudad. Otra de las malas, el grano de maíz que por salvaje se me metió en el oído izquierdo, y al que para sacarlo tuvieron que operarme la oreja. Y cuando mi madre me “agarró el pitito con el cierre” aquella nochecita, y tuvo que salir corriendo conmigo en brazos, hasta lo del doctor Torterollo.


De las dulces, aquel día que tan importante me sentí cuando estando en quinto de escuela, trajeron a mi clase llorando desconsoladamente a mi hermana, que se había caído y solo quería estar conmigo. Ella estaba en primer año, y yo ya estaba dentro de la selecta lista de los chicos grandes. Me dibuja también una sonrisa en los labios, el recuerdo de las niñas que de chico me gustaron, que fueron no más de...cuatro, y a las que por supuesto nunca les dije nada. Mi timidez era mucho más fuerte que el poder de mis pequeñas hormonitas, y mi conducta en la escuela, ejemplar. La única vez que por salir corriendo al recreo me caí, y le abrí dos orificios en las rodillas a mi pantalón de pana nuevo, no quería volver a mi casa, porque sabía que mi madre se iba a enojar mucho. Una sensación parecida sentí algunos años después cuando me robaron, del liceo, la bicicleta de mi padre. Yo sabía que para él, esa bicicleta era un preciado tesoro, ya que la tenía desde que era niño. Y tuve que volver; y tuve que decirle. Y la vida siguió pasando.


Qué lindo es ser niño. Es ver la vida con los cristales mágicos de la inocencia, y actuar en consecuencia. Es dar rienda suelta a la imaginación sin ser censurado por ello. Es decir lo que se piensa; es un descubrir constante; es creer en utopías y en sinsentidos. Un niño es un ser puro, natural, y sin esas esposas mentales que nos condicionan, y que mas adelante la vida se encarga de colocarnos.


Quiero levantar una copa imaginaria y brindar por todos los niños del mundo; por los que aún lo son y por los que alguna vez lo fuimos. Y quiero con estas humildes palabras reivindicar la niñez, que es en definitiva, la esencia del ser humano. Es en la niñez donde podemos vernos claramente reflejados, y darnos cuenta de que lo verdaderamente importante está ahí. Lo que realmente somos, está escondido bajo muchas capas de condicionamientos, conductas aprendidas y mecanismos de defensa, con los cuales hemos ido cubriendo nuestro ser, con el paso del tiempo.


Los invito a redescubrirse haciendo lo que hice yo ayer. Tomen una vieja fotografía, y mírense directo a los ojos. Van a ver como poco a poco, ese niño que alguna vez fueron y que aún está ahí, les recordará quienes son realmente.



DIOS BENDIGA A TODOS LOS NIÑOS DEL MUNDO.


1 comentario:

  1. Me emocionó mucho tu relato. Es verdad, la vida se va pasando y uno se va olvidado de a poco quien era cuando era niño. Quién era de verdad, cuando todo era posible y no había promesas que no se pudieran cumplir, ni sueños imposibles. Cuando con la toalla roja de la abuela prendida en los hombros éramos cualquier súper héroe que quisiéramos, o teníamos los mejores juguetes con lo que fuera que tuviéramos, porque lo que no teníamos lo inventábamos y éramos felices. Realmente éramos muchísimo más felices que ahora que corremos detrás de cosas, de títulos, de posiciones. ¿Cómo es que uno se olvida de uno mismo, en esta loca carrera de la vida? ¿Cómo es que uno se olvida de lo que soñábamos ser?
    Si tal vez, aprendiéramos a recordarnos más seguido, tal vez nos acordaríamos un poquito más de cómo - ser felices -.

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Diga sin miedo lo que piensa, acá no hay censura de ninguna clase. Le sugiero igual que impere el respeto, en caso contrario difícil que pase.